miércoles, 21 de agosto de 2013

Algo (lo que sea) contigo.

 
“Espero que seáis muy felices durante el tiempo que estéis juntos.”
Ésta fue la dedicatoria que escribí para los novios en una boda a la que asistí recientemente.
Mi deseo, rodeado de parabienes tan bienintencionados como manidos, escrito en un bonito libro de tamaño enciclopedia con tapas de piel y fotos de la pareja en sus momentos cotidianos felices, situado en el centro de la única página que encontré sin estrenar y al lado de otra con una fotografía (seguramente la más hermosa de todas, por lo espontánea) donde ambos retozan en el césped tumbados junto a su mascota, bien podría parecer la maldición pasivo-agresiva de un sociópata desencantado con el amor (sin ser yo nada de eso). En el mejor de los casos, soy consciente de que como elogio nupcial resulta tan descafeinado como la condena que de un atentado terrorista pueda hacer el brazo político afín.
Efectivamente, al descubrir mis palabras, y como si acabase de perpetrar algún tipo de atentado contra el amor romántico, mi madre me pidió explicaciones en un tono más severo que el que Rosa Díez emplearía ante un miembro de Bildu que se acaba de comer la última porción de una pizza pagada a escote. No entendía cómo podía ser tan insensible como para haber escrito algo así.
Releí entonces la frase varias veces hasta darme cuenta de que el problema era el “durante” que de alguna manera acotaba en el tiempo la futura felicidad del nuevo matrimonio. No existe tabú más poderoso que el de la finitud del amor. Ni siquiera el fin de la propia existencia está tan vetado en el contexto social.
 
“Hasta que la muerte os separe”, les había dicho el cura un par de horas antes, a una pareja joven que se reunía para celebrar su amor con espíritu festivo. Y a nadie le pareció fuera lugar.
Evidentemente, por escasas que sean mis habilidades sociales, hasta yo soy consciente de que mencionar el fin del amor en un contexto así no resulta del todo apropiado, y si lo hice y acabé expresando el lugar común que quisiera expresar de una manera tan torpe no fue porque tuviera ningún mal deseo hacia los novios o les albergara el más mínimo rencor o envidia, sino porque realmente me cuesta abstraerme de mi visión del amor como algo temporal (especialmente si llevo un par de vinos encima).
Tras explicarle a mi madre mi falta de mala fe y valorar brevemente con ella la posibilidad de usar tipex para subsanar mis desliz (otra brillante idea fruto del vino que, por suerte, desechamos), ambos convinimos que mi horrible caligrafía impediría que cualquier otro ser viviente pudiese descifrar lo escrito con certeza. Superada la crisis, y tras intentar mandarme a la cama castigado a mis casi treinta años, mi madre pidió un ron-cola y bailó aliviada al ritmo de “Chiquilla”, de Seguridad Social.

Desde esa noche he pensado a menudo en que el ‘amor eterno’ es la gran mentira social de nuestro tiempo, por encima no solo de la ilusión de inmortalidad, como ya mencionaba antes, sino también de otros grandes engaños colectivos, como la existencia de Dios, la negación de la miseria y el hambre en el mundo o los ictus de los famosos.
Os invito a hacer la prueba en vuestro entorno. Cualquier día que estéis cenando con vuestra familia o amigos, mientras esperáis al café o al postre, mencionad que en unos años todos los presentes habréis muerto, lo que significará que habréis dejado de existir, puesto que las posibilidades de que exista algo parecido a un Dios son remotísimas vista la cantidad de gente inocente en el mundo que sufre a niveles que nosotros ni siquiera podemos concebir. Y una vez hayáis roto el hielo con esta animada declaración, mirad fijamente a los ojos a vuestra madre y decirle que lo peor no es eso, que lo peor es que, si su presentadora favorita lleva tres semanas sin presentar el matinal no es porque se esté recuperando de un pequeño derrame, sino porque ella solita ha consumido más cocaína que en la suma de cinco ediciones del Primavera Sound juntas. Explicadle entonces a vuestra madre que, a partir de ahora, siempre que ponga la tele después de comer, tendrá que vivir con LA VERDAD.
Bien, pues una vez hagáis todo eso, comprobaréis como la ruptura de cualquiera de esos tabús no es recibida con demasiado escándalo. Acto seguido, decidle a vuestra pareja amiga que probablemente dentro de unos meses (si no menos) habrán roto y se odiarán a muerte, o haced ver a vuestros padres que si siguen juntos es más por costumbre y comodidad que otra cosa. Poned en duda el amor eterno, y veréis lo poco que tardáis en quedaros solos con la cuenta.
En esta línea de pensamiento me encontraba yo esta semana, cuando recordé Algo contigo, de Los Panchos, una canción que siempre me ha fascinado y que ahora valoro especialmente, porque si ha habido un arte que ha ayudado a perpetuar LA GRAN MENTIRA, es la música popular. Frente a tantas canciones que insisten en presentar la eternidad como una única expresión sincera y pura del amor romántico, resulta maravilloso encontrarse con una que trata no solo el enamoramiento, sino también el deseo, de manera tan sensata y realista.
 
Cierto es que la canción acaba derivando hacia terrenos algo posesivos que de algún modo desvirtúan el enfoque inicial (“Necesito controlar tu vida, saber quién te besa y quién te abriga.”), pero que, para mí, son igualmente honestos en lo que a la manera de vivir el amor se refiere (desconfiad de aquella gente que afirma no ser nada celosa, ¡ja!) y que líricamente quedan del todo compensados al usar más tarde una expresión tan genial como “aunque pueda parecerte un desatino”.
Pero por encima de ese posible pequeño inconveniente, Algo contigo no solo tiene el ingrediente clásico que toda canción de amor necesita para ser grande, es decir, el hecho de expresar algo prohibido (en este caso por la amistad que une al interlocutor con la amada), sino que además lo enmarca en una eventualidad subrayada no solo por la mención a la muerte (“no quisiera yo morirme…”), sino también por ese algo indefinido, intangible, tan terrenal como hermoso, tan finito como necesario, tan leve como trascendental.
El amante de la canción no solo no pide demasiado, sino que pide algo que sabe que acabará, y que seguramente acabará como suelen acabar estas cosas, es decir, mal. Y aun así, aun sabiendo que el dolor de la pérdida será mil veces peor que el del desamor (siempre lo es), siente la necesidad de estar con su amada, porque la posibilidad de dejar de existir sin haberla tenido en sus brazos le-lleva-loco. Y, básicamente, eso es el amor: desear algo que sabes que acabará y que te hará sufrir, pero desearlo y perseguirlo, porque podríamos morir en cualquier momento y no hay nada peor que no haber tenido siquiera la oportunidad de lamentarse.
¿Qué es la eternidad comparada con tener algo (lo que sea) contigo?

domingo, 11 de agosto de 2013

El deseo de destrozar algo hermoso.


Búscate alguien que te haga feliz, pero no demasiado.
Eres ese tipo de persona que, por un lado, no sería capaz de soportar la presencia de una pieza de decoración (pongamos un jarrón) mediocre, vulgar o superflua en su sala de estar, pero tampoco podría llegar a tener un jarrón realmente hermoso.
(Imagínate ahora, para que entiendas el grado de belleza del que te hablo, no solo al jarrón en sí, sino ese tipo de objetos cuya presencia dota de equilibrio y armonía a aquello que les rodea, como si fuesen la única pieza capaz de sustentar al conjunto.)
Y no es que no seas capaz de apreciar un jarrón bonito. Puedes disfrutarlo cuando lo encuentras en el salón de algún amigo, puedes desearlo al verlo expuesto en algún escaparate e incluso podrías llegar a comprarlo para el pasillo o la habitación de invitados. Pero no quieres tenerlo en tu salón.

No quieres observarlo cada día, situado frente a ti, cuando te sientas al llegar a casa, recordándote tu propia imperfección, haciéndote examinarlo una y otra vez, mientras cenas con la tele de fondo, en busca de alguna tara en la que centrar tu atención.

Es por eso que te digo que te busques a alguien que te haga feliz, pero no demasiado. Porque los dos sabemos que no podrás soportar formar parte de algo hermoso sin sentir la necesidad de hacerlo añicos.