miércoles, 22 de octubre de 2014

Comer me gusta más que follar.


Para mí es muy importante ser absolutamente sincero con mis lectores, y es por eso que me veo en la necesidad de confesar que, de un tiempo a esta parte, cada vez estoy menos y menos delgado. Quizás este giro de los acontecimientos sea solo un bache circunstancial en forma de barriga derivado de los excesos propios del verano y del inicio de la vida en pareja, y ahora que tanto lo primero como (mucho me temo) lo segundo han terminado, las cosas vuelvan a su cauce. O quizás no.

La cuestión es que estos kilos de más me han obligado a afrontar algo que ya venía sospechando desde hace tiempo: no es solo que dentro de mis sesenta kilos viva un gordo frustrado pidiendo a gritos la independencia en un referéndum que me niego a autorizar, no es solo que comer me guste mucho, que me guste más que el fútbol, más que leer, más que The Smiths, más que The Wire, más que los vídeos de gatitos; es que comer me gusta más que follar.

(Ahora es cuando, sí, os dais cuenta de que lo de “comer” no era ningún eufemismo con el que referirme al cunnilingus, el anilingus o algún-otro-lingus, sino que efectivamente estoy hablando del acto de llevarse alimentos a la boca con la indigestión como única meta conocida).

George Constanza, un visionario, eligiendo comida sobre sexo.

Sin embargo, esto no siempre ha sido así. Como todo joven que inició su adolescencia en los años de la guerra entre Vía Digital y Canal Satélite Digital, recuerdo el desarrollo de la tarjeta pirata que daba acceso a la programación completa de esta última como un momento de entusiasmo supremo. Para un chico de trece años que lo más sexual que había visto hasta entonces era algún Playboy cuarteado el acceso ilimitado a canales pornográficos las veinticuatro horas del día solo podía terminar de dos maneras: con fracaso escolar por el abandono masivo de todas mis tareas, o con la invención de una forma de energía alternativa basada en la fricción corporal que nos salvase de la dependencia del petróleo para siempre.

Aunque al final no llegase a ninguno de los dos extremos, mi gusto por el porno me ha acompañado a lo largo de los años, pero no con la pasión que mi yo adolescente predecía, sino con un consumo relativamente controlado y nada compulsivo. En contraste con esto, mi adicción a los programas de cocina se ha vuelto total y absoluta. Puede que pase dos o tres horas a la semana viendo porno (ahora adivinad por qué número tenéis que multiplicar esa cifra para dar con el tiempo verdadero), pero la cantidad de tiempo que empleo en ver programas de cocina es directamente inabarcable: Top Chef, Máster Chef, Pesadilla en la Cocina (tanto la de Chicote como la del chef Ramsey), Bruno Oteiza, Robin Food…

¿Cómo resistirse?

Tanto es así, que cuando estoy varios días fuera de casa sin tele ni acceso a internet y sin pareja, no fantaseo con Sasha Grey recibiendo por el culo, sino con Argiñano empanando escalopes. Aun cuando los Rusos nos vamos varios días a grabar al estudio de Paco Loco y acabamos todos más salidos que una manada de monos, mis ratos de privacidad en el ordenador no los empleo delante de YouPorn, sino babeando frente al blog de El Comidista; no espío a mis compañeras en la ducha, sino a Muni, la mujer de Paco, en la cocina.

Para que os hagáis una idea de hasta qué punto llega esta situación, os diré que Leonor Watling es una de las mujeres que más me pone en el mundo. Ya, ya sé que a algunos os parecerá una choni con pretensiones y más tonta que hecha aposta, pero a mí me parece preciosa y con un cuerpo que me vuelve loco (reducir la descripción corporal a esa expresión me ha parecido más apropiado que adentrarme en terrenos de voluptuosidad y sensualidad carnal que me convertirían en mi vecino Juan Manuel de Prada). En resumen, cualquier película en la que ella aparezca desnuda, puede contar con mi paso por taquilla.


Bien, pues en esta famosa escena de Los crímenes de Oxford yo miro a los espaguetis.

No sabría decir en qué momento mi orden de prioridades cambió de esta manera, pero he de reconocer que, a día de hoy, la frase que más veces me han escuchado decir cualquiera de mis parejas, muy por encima de “te quiero”, es “creo que he comido demasiado”. Una tras otra ha visto cómo, llegado el momento de una cita con cena romántica en el que ya se ha comido bastante y se ha de elegir entre tomar postre o tener sexo después, yo elegía tomar dos postres.

Llegados a este punto, mi compromiso con la comida es tal que a la hora de buscar una pareja no me importa tanto que sea rubia o morena, alta o bajita, tetuda o plana, de ciencias o letras, de Messi o de Cristiano, del PP o de Podemos (de UPyD no, por ahí no paso), como que le guste comer. Odio a las chicas remilgadas que no comen de casi nada y que son incapaces de disfrutar de un buen atracón. Si de una cosa estoy convencido, es de que las chicas a las que les gusta comer follan mejor y son más divertidas.

jueves, 9 de octubre de 2014

Cosas a las que temo más que a la muerte hoy que cumplo 30 años.


Hoy cumplo treinta años. Mi cumpleaños siempre me deprime profundamente. Lleva siendo así desde mi adolescencia, así que creo que acierto al pensar que mi tristeza poco o nada tiene que ver con el hecho de envejecer en sí.

(Aunque sí que es cierto que, desde que cumplí los quince, cada mañana de aniversario dedico unos minutos a calcular porcentajes en una especie de jueguito con el que intento resolver qué fracción de mi vida he vivido ya. Así, si con quince redondeé en una generosa esperanza de vida de noventa años, al despertar esa mañana había vivido ya un 16,6% de mi vida. Con 20, y actuando siempre a favor del equilibrio que aportan los números redondos, reduje mis esperanza a ochenta años, equivalentes a un 25% de vida; y con veinticinco insistí aún más en los recortes conformándome con un futuro de setenta y cinco años de los que hubiera consumido ya un 33,3%. Esta mañana en la que cumplo treinta estoy confuso y no sé si esperanzarme con un porvenir de anciano entrañable que llega los noventa y que me permitiría plantarme un poco más en mi 33,3% o empezar ya a temer por un infarto al borde de la jubilación que supondría que ya he gastado la mitad de mis días).

Pero, como digo, creo mis depresiones cumpleañeras tienen menos que ver con el envejecimiento y la muerte que con otros factores. Por un lado, está la cuestión de que cuando uno cumple años parece que todo el mundo espere de él un júbilo irracional, una euforia desmedida que me veo incapaz de satisfacer. Si a diario ya hemos de convivir con la obligación de la felicidad sobre nuestros hombros, en los aniversarios del día de nuestro nacimiento esa presión se multiplica, por absurda y escasa que sea la relación directa entre la felicidad y esa efeméride. La presión social que nos obliga a ser felices y que convierte cualquier otra posibilidad en un fracaso me agota y me entristece.

Por otro lado, el hecho de cumplir años te acaba abocando a hacer balance de tu vida, especialmente cuando se trata de una cifra redonda, como es mi caso el día de hoy. Y, como habréis adivinado, no, no soy ese tipo de persona capaz de centrarse en aquello que sí ha conseguido frente a lo que no. Me cuesta centrarme en lo bueno de la vida. Eso es así.

Pero, lo que creo que sí que se me da bien es reírme de lo malo. Es por eso que, con el objetivo de animarme en mi triste mañana de cumpleaños, he preparado esta lista de cosas a las que temo más que a la muerte hoy que cumplo treinta años:

1. A una mala calvicie. Creo que todos los hombres le tememos a la calvicie, por mucho que a algunos (Guardiola, Bruce Willis, etc.) les haya hecho un favor. Este temor va en un aumento conforme envejecemos. Cada año con pelo es una victoria. Pero lo cierto es que la calvicie en sí no es un drama. Lo que da verdadero miedo es la mala calvicie.


Esas calvicies en las que se sigue teniendo pelo por toda la cabeza, pero muy poquito; esas entradas invertidas, en las que se tiene pelo por los lados pero no en el centro… Eso es lo que me aterra.

2. A una invasión de vello corporal. Cada vez me encuentro más pelo en los sitios más insospechados: orejas, nariz, hombros… Y mientras tanto, mi barba sigue sin estar demasiado poblada. Dentro de poco dejaré de quitármelos y me rendiré.

3. A las tetitas de hombre. Puedes pasarte treinta años de tu vida delgado como una sífilis, que si un día tu metabolismo despierta con ganas de tocarte las pelotas te pasarás el resto de tus días buscando camisetas interiores que te disimulen los pechis.


Si pensáis que la solución a las tetitas masculinas pasa por hacer deporte, os equivocáis, porque cuando un hombre tetudo insiste en ejercitar sus pectorales, lo más que puede conseguir es…

4. El pecho palomo. Y yo creo que esta alternativa es peor. No quiero ir por la vida como Mitch Buchannon.

(Foto igualmente válida para ilustrar el vello corporal indeseado).

5. A que Ana Mato entre en mi casa mientras estoy en el trabajo y mate a mi Trini. Este es un temor nuevo y no directamente relacionado con la edad, pero que desde ayer ha entrado muy fuerte en mi lista.

Trini, que es lista como ninguna, ha improvisado un escondite por si las moscas.

Ya fuera de broma, es posible que Trini sea mi ser vivo favorito en todo el planeta y empieza a hacerse mayor. Despertar por las mañanas merece la pena aunque solo sea por estar un rato abrazado a ella en la cama. No sé qué haré cuando falte.

6. Al Gobierno del PP, así en general. Yo a un gobierno le pido dos cosas, y creo que no soy demasiado exigente: que no mate a mis mascotas y que no traiga epidemias incurables. Si no vamos a respetar esos mínimos…

7. A la soledad. Imagino que nos pasa a todos. La soledad es uno de los temores más comunes. Es, en definitiva, el motivo por el que el mundo está lleno de matrimonios desgraciados. Cuando despiertas en tu piso de 30 metros cuadrados con la única compañía de tu gata y sin ninguna perspectiva de que la situación vaya a cambiar en un futuro próximo, aunque se trate de una soledad elegida, no puedes evitar replantearte todo mientras cuentas los días para que tu mascota te devore tras una sobredosis de somníferos.

Defina soledad en una imagen.

8. A la compañía. Porque, precisamente por lo que comentaba antes, cuando alguien se acostumbra a estar por su cuenta durante tanto tiempo, es complicado aprender a vivir en compañía otra vez. Y con el paso de los años, cada vez nos hacemos más intolerantes a los fallos y exigencias ajenas.

9. A que la filtración de fotos de famosas desnudas no termine nunca. Hay que poner freno a esto. No se puede vivir en un mundo en el que conozcamos al dedillo la desnudez de todos nuestros mitos eróticos. Dejemos algo a la fantasía, un punto de ilusión que nos haga querer seguir vivos.

10. A no tolerar el alcohol. No soy capaz de beber ni la mitad de lo que bebía cuando tenía veinte años. Como me tome un par de cañas sin cenar, ya voy borracho. Y no hablemos de salir dos días seguidos… Cada noche de excesos  me garantiza una resaca terrible al día siguiente.


11. A las intolerancias alimenticias. Ya hace un par de años que no puedo tomar cebolla cruda, que es algo que siempre me encantó, porque me sienta como un tiro. Ahora empieza a no sentarme muy bien ni cocinada. Con el puerro me está pasando lo mismo (prueba empírica, acabo de comer un puré de verduras que me va a joder la noche). Los fritos y las grasas en general cada vez las llevo peor, al igual que el picante. Comer es lo que más me gusta en el mundo. No estoy preparado para una treintena a base de verduras hervidas.

12. A no volver a trabajar en lo mío. Hace ya bastante tiempo desde la última vez que trabajé en algo relacionado con la tele y la comunicación en general y, la verdad, es que lo echo de menos. Me gustaría volver a trabajar en algo relacionado con la escritura, porque me gusta, me hace feliz y creo que se me da bastante bien.

Pero más miedo que no volver a hacerlo, me da el preocuparme demasiado por ello. No quiero convertirme en una de esas personas que necesitan sentirse realizadas a través de su trabajo, porque hay muchas otras vías mucho más satisfactorias y divertidas.

13. A que Morrissey se entere de lo de Excálibur y suspenda el concierto de esta noche.


Pd: Si alguien que tenga más de treinta años siente la tentación de quejarse de mi entrada aduciendo su mayor edad, le ruego se abstenga. Está claro que todo es una cuestión de perspectiva y en su momento seguro que los treinta también le parecieron mucho, igual que los cincuenta le pueden parecer una edad envidiable a alguien que hoy tenga setenta. A mí me duele lo mío como a ti te duele tuyo.

domingo, 5 de octubre de 2014

Los domingos.

Las relaciones de pareja no se inventaron para perpetuar la especie; eso fue el sexo. Las relaciones de pareja se inventaron para tener alguien con quien pasar los domingos.


Por esa misma razón se inventó el fútbol.


Por esa misma razón se inventó la religión y, con ella, las canciones espirituales de domingo que nos acercan a nuestro amigo imaginario.


Y también por esa misma razón se inventaron los grupos terroristas: los solteros ateos solitarios y no futboleros también tienen derecho a tener un pasatiempo para el último día de la semana.


La soledad tiene dos caras, dos realidades que conviven cuyo control se escapa de nuestras manos. Aun cuando estamos convencidos de que nuestro retiro es voluntario, resulta imposible predecir cuál de las dos caras saldrá cuando atrapemos la moneda: la de la necesidad satisfecha y la independencia anhelada, o el reverso de la nostalgia y el desamparo. Los domingos presentan una curiosa desviación estadística por la que la segunda de las opciones se produce en un porcentaje notablemente mayor que el primero.

Es por eso que este día se desaconsejan los juegos de azar. Es por eso que te gustaría no estar aquí. Es por eso que ahora mismo deseas la extinción de la raza humana.


Está claro que existen otras formas de pasar los domingos, formas que algunos llamarían optimistas en un claro ejemplo de la frecuencia con la que audacia y temeridad se confunden. Una de ellas es afrontar el domingo como si fuese una extensión del sábado en eso a lo que hoy en día se le dice mañaneo,  y que antes se llamaba ser de Valencia (algún día los creadores de las expresiones mañaneo, latineo, etc. tendrán que responder por su crimen ante el Tribunal de la Haya).

Si digo que en esta alternativa la temeridad se traviste de audacia es porque parte de una idea tan antigua e irrealizable como la vida misma: quedarse con lo bueno de las cosas y desechar lo malo. Fantástica idea. ¿Cómo no se le había ocurrido a nadie antes? ¡Tengamos una semana sin domingo!


Pues no. No se puede. Solo estás posponiendo el desastre, pero, créeme, el domingo llegará, porque no vas a ser tú más listo que nadie. Si decides tener dos sábados, el domingo llegará el lunes; si eliges tener tres, lo hará el martes… Y así sucesivamente. Y cuanto más lo pospongas, más grande será el domingo. No ibas a ser tú más listo que nadie.


Y cuando el domingo llegue, te obligará a hacer balance, te hará plantearte dónde estás, sentirás el aliento del mundo en tu nuca, el peso de los años perdidos.


Y querrás tener a alguien a tu lado.