martes, 25 de febrero de 2014

De opiniones y culos.

Mira, mira por dónde dice la Jenny que te puedes meter tu opinión.

Antes de petarlo a niveles estratosféricos con Muchachada Nui, Joaquín Reyes, además de despuntar con La hora chanante, era uno de los monologuistas más brillantes que he visto en mi vida, quizás porque, cuando la fiebre del “humor inteligente” de desató en España vía El club de la comedia, él no se limitó a realizar una mera traducción cultural del stand up comedy americano, sino que realmente imprimía a sus actuaciones una personalidad propia con la que te podías identificar como espectador y lo hacía todo mucho más divertido.

Recuerdo como especialmente desternillante el siguiente monólogo en el que a partir del minuto 14:30 nos cuenta lo siguiente a propósito de la gente que se le aproxima a hacerle críticas negativas después de sus actuaciones bajo el pretexto de “ir con la verdad por delante”.


Desde principios de siglo, y, desde mi punto de vista, muy vinculado al éxito de los programas de telerrealidad tipo Gran Hermano, se ha popularizado entre algunas personas esa manera de entender la vida consistente en decir las cosas menos apropiadas en las situaciones menos oportunas y con el menor tacto posible al grito de “yo es que soy muy directo”, “a mí me gusta decir las cosas a la cara” o, por supuesto, “yo voy con la verdad por delante”. Evidentemente, el espejismo generado por la explosión de las redes sociales que nos hace creer que nuestra opinión sobre cualquier cosa es relevante en todo momento, no mejoró las cosas.

Cualquier persona que se dedique a una actividad creativa que tenga una mínima exposición pública habrá tenido la oportunidad de comprobar esto que digo, no solo de la mano de desconocidos a los que poco o nada tendría que importar el quedar bien o mal, sino incluso cuando un amigo te presenta a una tercera persona, situación en la que la convención social obligaría a mostrarse mínimamente simpático:

- Así que tú eres el de Rusos Blancos. Pues tu grupo no me gusta nada.

- Ah, muy bien. ¿Te apetece también llamar gorda a mi novia o ya hablamos de otra cosa?

Habrá quien piense que en un ejemplo como el que acabo de poner molestarse estaría fuera de lugar, puesto que la otra persona solo habría expuesto su opinión de manera educada y sin faltar al respeto. A los que piensen así les digo que valoren cómo reaccionarían si un sábado noche en un bar se les acerca una persona que no conocen de nada y les dice “tu camisa es feísima” o “qué mal te sienta ese corte de pelo”. “¿Y a mí qué cojones me importa tu opinión?”, o algo así, sería la respuesta más adecuada, ¿verdad? Pues eso.

Vale, igual a Phil Spector le habría venido bien algo de sinceridad no solicitada en este momento.

Tengo amigos que opinan que, cuando la gente se te acerca de esa manera, lo hace porque piensan que, como estamos acostumbrados a ser adulados, si se muestran críticos reconoceremos su singularidad y autenticidad. De hecho, muchas de mis amigas que se dedican a alguna actividad artística pública me dicen estar muy acostumbradas a un tipo de tío que les entra utilizando esas mismas tácticas. “Es gracioso eso que haces”, dicho de la manera más condescendiente posible suele ser su frase estrella.

A  esa gente solo tengo que decirle dos cosas. La primera: sin importar lo acostumbrada que pueda estar a recibir halagos por lo guapa que es, si te parece que la manera de llevarte a la cama a Zooey Deschanel, por ejemplo, es acercarte y decirle que tiene los tobillos gordos, es que eres imbécil. La segunda: si crees que los músicos indies españoles (y digo músicos por ser la profesión a la que pertenezco, pero podéis incluir escritores, fotógrafos, cortometrajistas, etc.) estamos acostumbrados a vivir en una nube de adulación, no es solo que seas imbécil, sino que lo eres hasta tal punto que es posible que UPyD haya encontrado en ti al sustituto ideal para Toni Cantó.

Toni Cantó iba con la verdad por delante en Twitter y ya veis lo bien que le ha ido.

Porque lo sucede cuando uno se dedica a una de esas profesiones y se encuentra con un adalid de la sinceridad sin filtro es que, si después de haber escuchado la impertinencia que te tenga que decir no les has mandado a la mierda como deberías haber hecho, acabará dándote un consejo para no tener que sentirse mal consigo mismo. “Tú lo que tienes que hacer…” es como suelen empezar y conforme las palabras empiezan a llegar a tus oídos sabes que, invariablemente, la gilipollez que le siga va a ser de aúpa.

Yo he recibido “tú-lo-que-tienes-que-hacer-es” de representantes de todos lo estratos de nuestro mundillo, desde críticos a promotores, pasando por camareros, deejays y técnicos de sonido. ¡Si hasta la señora que limpiaba el Nasti por las mañanas llegó a tener un plan maestro para relanzar mi carrera!

Curiosamente, la gente a la que mejor le va en cada una de esas profesiones es la que solo te daba su opinión en caso de que tú se lo pidas, haciéndolo siempre de manera educada y constructiva; mientras que aquellos que saben qué es lo que tienes que hacer tú para triunfar, no parecen tener tan claro qué es lo que tendrían que hacer ellos.

¿Quiero decir con todo esto que no se puede opinar de las actividades creativas que los demás exponen en público? No. Claro que se puede. Lo pones en tu crítica, en tu facebook, en tu twitter o se lo cuentas a tu amigo. Pero, a no ser que te haya pedido opinión, no vas y se lo dices al propio autor. En definitiva, criticas a la espalda que es lo que el sentido común dicta y como se ha hecho toda la vida. ¿Que un tío en un bar tiene un peinado muy ridículo? Pues te ríes de él desde lejo pero no vas y se lo dices. ¿Que la tía sentada enfrente de ti en el metro tiene un moco gigantesco pegado en el bigote? Pues no te levantas para verlo mejor, sino que la miras de reojo y, ya si se duerme, le sacas una foto con cuidado. ¿Que el arroz que ha preparado tu suegra es una pasta intragable? Pues se lo das con cuidado al perro y rezas para que no se le obstruya el intestino, pero no le dices que es una puta mierda.

Porque la base para una buena convivencia reside en decir las cosas a la espalda y sonreírse luego, y en entender que, si bien las opiniones son como los culos y cada uno tiene el suyo, no todos quieren ver el tuyo en todo momento.


jueves, 13 de febrero de 2014

El becerro de oro ortográfico.

 
Cuando hace unos años se disparó la moda de los gintonics, todos nos preguntábamos cuál sería la siguiente burbuja que serviría para diferenciarse de los demás (haciendo exactamente lo mismo que todos) y creerse mejor que el resto. Yo pensaba que el vodka, durante un breve periodo de tiempo pareció que serían las cupcakes y también hubo un breve estallido de la hamburguesa gourmet. Pero no. Resultó que el nuevo becerro de oro no era otro que la ortografía.
Cualquiera que tenga un mínimo de actividad en redes sociales ha podido comprobar como proliferan páginas y perfiles dedicados a este tema. ¿Y acaso tiene algo de malo promover la enseñanza ortográfica? Desde luego que no, pero en la forma en que se está haciendo hay varias cosas que me inquietan y me molestan:
1- Aunque la idea de que, a través de esas páginas de Facebook o perfiles de Twitter, haya quien puede refrescar normas olvidadas de los tiempos de colegio resulta fantástica, lo cierto es (o al menos ésa es mi sensación) que la mayoría de los seguidores que tienen esas páginas ya cometen muy pocas faltas de ortografía, si no ninguna. Se predica, por tanto, entre los ya creyentes, lo que transforma sus intenciones, inicialmente divulgativas, en un ejercicio de autoafirmación a través del cual poco o nada se puede aprender. ¿Os imagináis un profesor que, en lugar de enseñar cosas nuevas a sus alumnos, o de enfocar su discurso a transmitir a aquellos que se han quedado atrás lo que los demás ya han aprendido, se dedicase a repetir una y otra vez algo que toda la clase ya tiene asimilado?
2- Hacer un ejercicio de autoafirmación de vez en cuando no está nada mal. A todos nos conviene recordar que aquello que sabemos es valioso y que somos más hermosos de lo que a menudo pensamos. Pero no debemos dejar que el conocimiento y disfrute de nuestras virtudes nos impidan ver nuestras carencias. ¿Cuántas de las personas que retuitean con entusiasmo la diferencia entre “haber” y “a ver”, como si ése fuese el elemento diferenciador clave que separa a los humanos de las bestias, sabrían resolver una ecuación de segundo grado? (Y, creedme, el equivalente lingüístico de resolver una ecuación de segundo grado no es más complejo que diferenciar entre “a ver” y “haber”). Si convenimos que el lenguaje tiene un uso más frecuente que las matemáticas (cosa que, solo hasta cierto punto, es cierto) y que, por lo tanto, ambas cosas no son comparables, podemos ir a disciplinas más cotidianas. ¿Cuántas de las personas que publican orgullosas que se escriben con “b” todos los verbos terminados en “-bir”, excepto “hervir”, “servir” y “vivir” sabrían cocinar unas lentejas? ¿Cuántas sabrían construir una estantería que no venga prefabricada por IKEA? Incluso limitándonos exclusivamente al uso del lenguaje, ¿cuántas de las personas que saben de carrerilla las normas de acentuación del castellano y que podrían escribir un texto tres veces más largo que El Quijote sin fallar una sola tilde no son capaces de construir una oración inteligible con más de tres subordinadas?
Todos tendemos a considerar imprescindible aquello que sabemos y a ver como superfluo aquello que saben los demás, y, volviendo al tema de la autoafirmación, precisamente el tono de algunas de estas páginas (no del de muchas otras, que son hasta amenas) es más el de alguien que quiere fardar de lo que sabe que el de aquel que quiere enseñar algo. Si yo me pasase el día tuiteando “Ey, no te olvides que Masa = Densidad X Volumen” o “No te vayas a la cama sin pensar que la energía cinética equivale a ½ de la Masa X Velocidad al cuadrado”, ¿cuántos de vosotros pensaríais que soy un pesado, si no un imbécil? (Aunque he contrastado las dos fórmulas en internet, es posible que ambas estén equivocadas). Presumir de lo mucho que se sabe nunca resulta elegante.
3- Volviendo al presunto tono jactancioso de algunas de estas publicaciones, hay que pensar en hasta qué punto la mala ortografía se ha convertido en un estigma social. Hay hombres casados que preferirían desvelar que todos los fines de semanas se van de putas antes que confesar que no saben si “coger” se escribe con “g” o con “j”, ludópatas que, más que que sus familias averigüen en qué se gastan el dinero, temen que se descubra que no saben si "de repente" se escribe junto o separado. Ahora en serio, a día de hoy, y desde que tenía poco más de doce años, mi madre me pide que le corrija cada cosa que escribe por miedo a cometer a alguna falta de ortografía. Casi nunca tiene ninguna, y sin embargo le sigue aterrando que alguien le pille en alguna.
Con esto quiero decir que, en cierta forma, el enemigo que estas páginas combaten es en realidad un enemigo invisible. Es decir, la figura del tarugo que ha tenido oportunidad de estudiar y la ha despreciado, y escribe con faltas y le importa un bledo, apenas existe (y los pocos que existen forman parte de Nuevas Generaciones, y esa gente no utiliza Twitter para aprender, sino para publicar fotos en las que salen haciendo el saludo fascista). Mucha de la gente que comete faltas de ortografía (o teme cometerlas) es gente como mi madre, que, aunque haya leído, por un motivo o por otro, no ha tenido la oportunidad de estudiar, y habría que plantearse si llenarles el timeline de consejos ortográficos supone un incentivo para el aprendizaje o, por el contrario, una forma de abrumarlos y empequeñecerlos. Pensad, por ejemplo, en adónde queríais mandar a todos los que os venían a dar consejos sobre conducción una y otra vez después de que suspendierais el carnet por tercera vez consecutiva. Es por eso que digo que encontrar el tono adecuado a la hora de corregir y aconsejar es clave.
A propósito del tono, mi exnovia Sabina, autora del blog Sopapo y amable ilustradora de las mujeres que, sin nada que decirme, rodean el texto que ahora lees, acaba de publicar un libro marrano sobre ortografía. Sabina es una radical de la ortografía. Cuando digo radical, me refiero a que hay terroristas islámicos más tolerantes con el ateísmo de lo que ella lo es con algunas faltas. No es ése uno de los rasgos que más me guste de ella, de hecho, alguna vez hemos discutido por ello. Sin embargo, su libro es fantástico, y lo es por varios motivos. Primero, porque Sabina tiene mucho talento, escribe y dibuja muy bien, y siempre es muy divertida. Segundo, porque el tono escogido, además de acertado, es original. Y tercero, porque salen pollas y coños, y eso siempre gusta (y no solo pollas con coños, sino también coños con coños y pollas con pollas, así que hay para todos los gustos). Ya sabéis que la letra, con flujo entra.

martes, 4 de febrero de 2014

La muerte se paga a plazos.

 
A mí me da mucho miedo morirme. Esto puede parecer una perogrullada, pero en el fondo no lo es, porque todos conocemos a personas en las que la posibilidad de la muerte apenas ocupa espacio en su vida, mientras que hay otros, como es mi caso, cuyas vidas giran enteramente en torno a esa posibilidad (llevo varios días trabajando en un relato al respecto que espero acabar en estos días aprovechando que tengo vacaciones, pero las circunstancias me han obligado a hacer un pequeño spoiler).
Siempre que estoy agobiado por cualquier cosa, ese agobio se acaba manifestando en forma de algún temor hipocondríaco absurdo que se hace fuerte en mi interior creando la certeza de que me voy a morir más pronto que tarde. Decir que con los años he aprendido a dominar ese mecanismo sería demasiado optimista, porque su funcionamiento se escapa por completo a mi control, pero cuanto a menos he descubierto dónde tiene el freno y, a día de hoy, la mayoría de las veces soy capaz de pisarlo. Pero no siempre ha sido así.
Durante el año 2009 vivía con mi exnovia Arti, con quien tuve la relación más felizmente apacible que he tenido nunca (todo el mundo merecería tener una relación en la que fuese tan feliz como el primer año que estuve con ella). A mediados de ese año, tuve varios brotes hipocondríacos que me llevaron a comportarme como si mi muerte fuese inminente (sin tener yo ningún dato con el que sustentar tal certeza), lo que, obviamente, acabó por afectar a nuestra relación.
Un día Arti me transmitió el miedo que tenía a que la muerte se estuviese convirtiendo en el epicentro de mi vida y a la manera en que eso podía afectar a nuestra vida juntos. “Si con veinticinco años no paras de pensar en que te vas a morir, no me gusta imaginar cómo será estar a tu lado cuando tengas sesenta”.
(Dos ideas sobre esto: 1- En parte, si digo que mi relación con Arti fue tan feliz, se debe a que, durante un tiempo, los dos teníamos esa certeza tan ilusa de que íbamos a pasar el resto de nuestra vida juntos. Nunca más he vuelto a tener esa sensación, y temo no volver a sentirla. 2- Había en su declaración una cierta crueldad, porque yo no podía evitar ser quién era en ese momento, por mucho que quisiera ser alguien mejor, fuese con veinticinco o fuese con sesenta. Le perdoné esa crueldad, en cualquier caso, porque unos días antes también me dijo una frase que se convirtió en mi mantra en los momentos en los que la hipocondría me ahoga “¿Pero tú sabes lo difícil que es morirse?”).
Yo le expliqué entonces que, al contrario que ella, pensaba que mis temores respecto a la muerte se irían apaciguando con la edad, porque para mí la vida era un ciclo, como una vuelta en una atracción de feria, y lo que a mí me aterraba era tener que bajarme antes de tiempo. O mejor, más que como una atracción determinada, la veía como el día de verano en el que iba con mis amigos al parque acuático. Antes de irte, querías montarte en todo. Y al final del día, te ibas a casa saciado. No necesitabas más. Habías hecho lo que tenías que hacer (incluso las cosas que eran un rollo hacer, como ir a la piscina de olas, llena de niños gordos y de padre que la usan para mear).
Creo que ella no entendía mi visión de la vida como un ciclo, y quizás de esta manera consiga explicarla mejor: Salvo en raras ocasiones (un accidente de tráfico con treinta y tantos, un cáncer fulminante con cuarenta y cinco, un infarto a los cincuenta), la gente no muere en un instante, sino poco a poco, con el paso de los años, conforme va cerrando etapas de su vida: la última vez que ve jugar a su futbolista favorito, cuando cierra el kiosco donde compraba el periódico los domingos, el final de esa serie que no estaba tan mal o el último whisky que te tomas después de que el médico te lo prohíba. Cada una de esas cosas son pequeñas muertes, algo más que no volverás a hacer.
La muerte de Philip Seymour Hoffman, el pasado domingo, me dejó muy triste. Tranquiliza saber que ya tengo otro plazo pagado, otro motivo menos por el que temer la muerte, saber que si mañana no despertara, hay una cosa hermosa menos que dejo atrás. Pero también se hace duro asumir que, durante los años que me queden, no volveré a maravillarme con una nueva interpretación suya.