Antes de ayer fui a ver el concierto de Richard Hawley en Madrid. Al término de la tercera canción, Standing at the Sky's Edge creo recordar, el músico inglés se dirigió al público para preguntarnos si había mucha gente rica en la sala. Asumía que ese debía ser el caso, porque de lo contrario no se explicaba por qué nadie iba a pagar una entrada para dedicarse a hablar cuando eso mismo lo podían hacer en casa sin costarles dinero alguno.
Lo cierto es que apenas había nadie hablando. Al menos no la suficiente gente como para que aquellos que estábamos en silencio entre el público nos sintiéramos molestos, con lo que se hace difícil pensar que ese mínimo murmullo (insisto, nada en comparación con lo que suele ser habitual entre el público madrileño) pudiera llegar a incomodar a quienes ocupaban el escenario. Pero esto no iba a ser impedimento para que Hawley soltara su chascarrillo gruñón, siendo como es ya un elemento más de su repertorio: es la tercera vez que voy a verle en directo y las tres he escuchado el mismo comentario-broma. Con semejante historial, no cuesta imaginarle repitiendo la misma cantinela aunque actuase para una asociación de sordomudos.
Yo no suelo hablar casi nada cuando voy a conciertos, salvo aquellas veces en que voy a ver a amigos y es más un acto social que otra cosa. Si no lo hago es precisamente porque, con independencia de lo mucho o poco que me haya costado la entrada, he acudido hasta allí para ver a la persona o al grupo que está actuando sobre el escenario. Mi capacidad de concentración es muy limitada, así que evito en la medida de lo posible tener conversaciones paralelas porque me lleva un buen rato volver a meterme en el concierto. Eso no me impide ver que existe gente cuya manera de disfrutar las cosas puede ser diferente a la mía y con el mismo derecho que yo a quedar satisfecho.
Esperar que un concierto que tiene lugar en una sala de fiestas en la que se sirve alcohol y con varias barras abiertas transcurra en medio de un silencio sepulcral está tan fuera de lugar como creer que esa mismo local es el salón de tu casa y que en él puedes hablar a gritos con tus amigos y carcajearte. Pero para todo existe un término medio, y las charlas entre canción y canción, e incluso durante las mismas, tengan o no que ver con lo que sucede sobre el escenario, forman parte indisociable de la experiencia de la música popular en directo.
Ir a un concierto de música rock (pop, rap, blues, trap...) es un acto social y, por lo general, festivo. Es un acto de ocio cultural. "Cultural", sí; pero "ocio" también. Hay una contradicción terrible en preguntarle al público "¿qué os parece mi rock'n'roll?" después de haberles pedido solemnidad; una triste desmemoria sobre el origen de lo que hacemos y para quién lo hacemos, que resulta sorprendente viniendo de alguien como él.
Del mismo modo que no me gustaría que el cocinero de un restaurante me pidiera explicaciones de por qué no me he terminado uno de sus platos o que un director de teatro me echase en cara haber dado un cabezazo en el segundo acto de su obra; para mí, como espectador, encontrarme con el músico al que he ido a ver riñendo a parte de la audiencia (sin tener razón, además) me resulta mucho más molesto que la gente que pueda estar charlando a mi lado. En primer lugar, porque demuestra un desconocimiento absoluto de la jerarquía de la situación: es él el que está al servicio del público, quien tiene la obligación de agradarlos, y no al revés.
En segundo lugar, por falta de humildad: si la gente se pone a hablar en un determinado momento de tu actuación, lo primero que debes plantearte es que igual estás haciendo algo mal. ¿A que nadie dijo ni pío durante Coles Corner, Tonight the Streets Are Ours o Open Up Your Door? ¿No puede ser que durante los siete minutazos de guitarreo onanista de Standing at the Sky's Edge aburrieses a parte de la sala, Richard Hawley? Incluso aunque estés haciendo todo a la perfección, si con esa canción parte del público desconecta, lo mejor que puedes hacer es recuperarlos con la siguiente, no echarles la bronca.
Y en tercer lugar, y más importante, no existe peor falta de educación que afear la conducta de alguien en público (especialmente, cuando se trata de un desconocido). A diario me cruzo en el metro con algún chaval que pone música para todo el vagón; no me gusta, pero me aguanto porque yo no soy nadie para llamarle maleducado. Si voy al médico siempre hay alguna señora hablando a todo trapo por el móvil en la sala de espera; me jode, pero me callo porque está fuera de lugar decirle que cuelgue y llame al salir. Viajo en tren y hay un niño que no para de berrear; me molesta, pero me pongo los cascos y subo la música porque yo no soy quién para decirle a la madre que amordace a la criatura. Y esto es así porque LA GENTE QUE CHISTA A LOS DEMÁS DA PUTO ASCO.