Todo el mundo fantasea con una muerte dramática. Yo, como
buen hipocondríaco, no soy una excepción y no pasa un solo día de mi vida sin
que fantasee con las muertes posibles: paro cardíaco al salir a correr,
atragantamiento al comer una nuez, paro cardíaco al subir la compra por las
escaleras, caída a las vías del tren con el subsiguiente atropellamiento, paro
cardíaco al follar, largo y doloroso cáncer o paro cardíaco durante la noche
(ya veis que no tengo mucha seguridad en mi forma física...) son algunas de las
opciones que aparecen con mayor frecuencia. También aparece, cómo no, el
suicidio, especialmente desde que en enero me mudé a mi nueva casa, un pequeño
estudio que tiene un ventanal enorme que da al vacío de un patio lóbrego cuya
llamada siento con más y más intensidad cada noche, y no solo porque cuando
salgo a tender la colada de madrugada pueda oler el perfume de mis exnovias
flotando en la oscuridad de la noche.
(Me veo ahora en la necesidad de insistir en que todo esto
no son más que fantasías y en aclarar que, en principio, de momento no tenéis
que preocuparos por mí: no voy a saltar por la ventana e igual hasta me apunto
a un gimnasio para ponerme en forma y evitar un posible infarto).
Sucede que cuando se piensa en la muerte con tanta
frecuencia como yo lo hago, no piensas en ella solo como acto (el momento en
que efectivamente mueres, el hecho de morir en sí) ni como consecuencia (qué es
lo que te ha llevado hasta ese momento); ni siquiera la piensas exclusivamente
a fines prácticos (esos ligeros inconvenientes derivados del fin de tu
existencia) o filosóficos (ese momento de estupidez supina –momento en el que
algunos viven instalados- en el que te planteas “¿y si hay algo después?”),
sino que a la hora de fantasear con la muerte te centras en todo lo que la
rodea, en su folclore, que es lo realmente bonito
del hecho de morir: quién irá a tu entierro, cómo se lo tomarán tus padres, si tardarán
varios días en encontrar tu cadáver, “¿me comerá mi gata?”… Y de entre todos
estos hermosos extras que añadir al Paquete Básico de Defunción, yo me quedo con
uno: la declaración de amor en el lecho de muerte.
La declaración instantes antes de morir es, sin duda, la
máxima expresión del amor romántico, no solo en su sentido dieciochesco
derivado de su hermanamiento con la muerte (especialmente si se trata de una
muerte suicidada), sino también en el
uso más popular del término que identifica ‘romántico’ como sinónimo de ‘tonto’.
Y es que cuando hablo de ese tipo de
declaraciones al filo del más allá
con las que yo fantaseo a diario, evidentemente nunca me refiero a
declaraciones hechas directamente a la persona amada en las que me encuentro
postrado en la cama tras una larga enfermedad, sino a las que se realizan a los
paramédicos o a algún amable transeúnte que se ofrece a socorrerte cuando un
coche te atropella y te provoca una hemorragia interna que te deja con solo dos
minutos de vida. Aquellas que te dejan con el tiempo justo de vida para a duras
penas pronunciar un “dígale a X que la quiero”; tiempo que nunca es suficiente
como describir a tu confidente cómo es la tal X, con lo que le obligas a acudir
a tu entierro preguntando:
- ¿Eres X? ¿No? ¿Y sabes cómo es? Es que por lo visto el
difunto la quería. ¿Se lo podrías decir tú, que yo he quedado?
Soy consciente, sin embargo, de
que existen pocos actos tan estúpidos y egoístas como revelar tu amor cuando te
encuentras al filo de la muerte. Es estúpido en el sentido de que ¿qué vas a
sacar de ello? Nada. Te vas a morir. Tú sueltas tu lastre y mientras agonizas
te convences de que la gente te recordará como un tío de sensibilidad exquisita
que, aun con un trozo de acero perforándole el pulmón, no pudo dejar de pensar
en su amor secreto.
Pensemos luego en la enorme carga
que dejas en la destinataria de la declaración. En el improbable caso de que su
amor fuese correspondido, has conseguido joderle la vida haciendo que se
plantee a diario porque nunca hiciste nada al respecto. Y en el caso de que no
lo fuese, su cara de “¿y a mí qué me cuentas?” tras oír “que Manu se está
muriendo y dice que te ama”, sería impagable. En cualquiera de los dos casos,
dejas como legado un firme e imperecedero sentimiento de culpa.
(Notaréis que al hablar de esta
fantasía la declaración amorosa nunca va dirigida a la pareja oficial. Y es que
la muerte y la fidelidad no combinan del todo. Además, si ni cuando estás cara
a cara con el túnel te deja echar una canita al aire, es que no te quiere de
veras).
Y a pesar de todos inconvenientes
arriba expuestos, no puedo para de fantasear con la muerte como instante
revelador en el que la proximidad del final me hará ver claramente cuál fue mi
verdadero amor (sé que lo anticuado y cursi del concepto verdadero amor me convierte básicamente en una niña de catorce años;
en concreto, en la rarita de la clase que sigue leyendo Crepúsculo mientras sus compañeras llevan meses yendo a botellones
y follando sin parar), con quién fui realmente feliz, a quién querría ver en
esos dos últimos minutos que me quedan.
En esta línea de pensamiento me encontraba
yo el otro día cuando recordé el consejo básico de urbanidad que me daba mi
abuela cuando era pequeño: “siempre hay que salir de casa lavado y con una muda
limpia por si te pasa algo y viene la ambulancia”.
Pensé entonces que conviene
aplicar esta misma filosofía a nuestra vida amorosa, a pesar de las dudas que
podamos tener al respecto. Ya sé, por ejemplo, que a veces se puede estar
enamorado de dos personas a la vez (y no estar loco). Llamad a ambas antes de
salir de casa y declaraos. Tiempo tendréis de desdecíos cuando regreséis a la
seguridad del hogar. A veces, también, se puede estar con alguien y, aun
estando a gusto, no tener claro si se le ama. Decídselo igualmente y si os
arrepentís, aseguradle que os entendió mal.
Pero hacedme caso y salid de casa
con el corazón limpio y vuestros amores confesados. Por lo que pudiera salir
mal.