lunes, 29 de julio de 2013

Por lo que pudiera salir mal.


Todo el mundo fantasea con una muerte dramática. Yo, como buen hipocondríaco, no soy una excepción y no pasa un solo día de mi vida sin que fantasee con las muertes posibles: paro cardíaco al salir a correr, atragantamiento al comer una nuez, paro cardíaco al subir la compra por las escaleras, caída a las vías del tren con el subsiguiente atropellamiento, paro cardíaco al follar, largo y doloroso cáncer o paro cardíaco durante la noche (ya veis que no tengo mucha seguridad en mi forma física...) son algunas de las opciones que aparecen con mayor frecuencia. También aparece, cómo no, el suicidio, especialmente desde que en enero me mudé a mi nueva casa, un pequeño estudio que tiene un ventanal enorme que da al vacío de un patio lóbrego cuya llamada siento con más y más intensidad cada noche, y no solo porque cuando salgo a tender la colada de madrugada pueda oler el perfume de mis exnovias flotando en la oscuridad de la noche.
(Me veo ahora en la necesidad de insistir en que todo esto no son más que fantasías y en aclarar que, en principio, de momento no tenéis que preocuparos por mí: no voy a saltar por la ventana e igual hasta me apunto a un gimnasio para ponerme en forma y evitar un posible infarto).
Sucede que cuando se piensa en la muerte con tanta frecuencia como yo lo hago, no piensas en ella solo como acto (el momento en que efectivamente mueres, el hecho de morir en sí) ni como consecuencia (qué es lo que te ha llevado hasta ese momento); ni siquiera la piensas exclusivamente a fines prácticos (esos ligeros inconvenientes derivados del fin de tu existencia) o filosóficos (ese momento de estupidez supina –momento en el que algunos viven instalados- en el que te planteas “¿y si hay algo después?”), sino que a la hora de fantasear con la muerte te centras en todo lo que la rodea, en su folclore, que es lo realmente bonito del hecho de morir: quién irá a tu entierro, cómo se lo tomarán tus padres, si tardarán varios días en encontrar tu cadáver, “¿me comerá mi gata?”… Y de entre todos estos hermosos extras que añadir al Paquete Básico de Defunción, yo me quedo con uno: la declaración de amor en el lecho de muerte.
 
La declaración instantes antes de morir es, sin duda, la máxima expresión del amor romántico, no solo en su sentido dieciochesco derivado de su hermanamiento con la muerte (especialmente si se trata de una muerte suicidada), sino también en el uso más popular del término que identifica ‘romántico’ como sinónimo de ‘tonto’.  Y es que cuando hablo de ese tipo de declaraciones al filo del más allá con las que yo fantaseo a diario, evidentemente nunca me refiero a declaraciones hechas directamente a la persona amada en las que me encuentro postrado en la cama tras una larga enfermedad, sino a las que se realizan a los paramédicos o a algún amable transeúnte que se ofrece a socorrerte cuando un coche te atropella y te provoca una hemorragia interna que te deja con solo dos minutos de vida. Aquellas que te dejan con el tiempo justo de vida para a duras penas pronunciar un “dígale a X que la quiero”; tiempo que nunca es suficiente como describir a tu confidente cómo es la tal X, con lo que le obligas a acudir a tu entierro preguntando:
- ¿Eres X? ¿No? ¿Y sabes cómo es? Es que por lo visto el difunto la quería. ¿Se lo podrías decir tú, que yo he quedado?
Soy consciente, sin embargo, de que existen pocos actos tan estúpidos y egoístas como revelar tu amor cuando te encuentras al filo de la muerte. Es estúpido en el sentido de que ¿qué vas a sacar de ello? Nada. Te vas a morir. Tú sueltas tu lastre y mientras agonizas te convences de que la gente te recordará como un tío de sensibilidad exquisita que, aun con un trozo de acero perforándole el pulmón, no pudo dejar de pensar en su amor secreto.
Pensemos luego en la enorme carga que dejas en la destinataria de la declaración. En el improbable caso de que su amor fuese correspondido, has conseguido joderle la vida haciendo que se plantee a diario porque nunca hiciste nada al respecto. Y en el caso de que no lo fuese, su cara de “¿y a mí qué me cuentas?” tras oír “que Manu se está muriendo y dice que te ama”, sería impagable. En cualquiera de los dos casos, dejas como legado un firme e imperecedero sentimiento de culpa.
(Notaréis que al hablar de esta fantasía la declaración amorosa nunca va dirigida a la pareja oficial. Y es que la muerte y la fidelidad no combinan del todo. Además, si ni cuando estás cara a cara con el túnel te deja echar una canita al aire, es que no te quiere de veras).
Y a pesar de todos inconvenientes arriba expuestos, no puedo para de fantasear con la muerte como instante revelador en el que la proximidad del final me hará ver claramente cuál fue mi verdadero amor (sé que lo anticuado y cursi del concepto verdadero amor me convierte básicamente en una niña de catorce años; en concreto, en la rarita de la clase que sigue leyendo Crepúsculo mientras sus compañeras llevan meses yendo a botellones y follando sin parar), con quién fui realmente feliz, a quién querría ver en esos dos últimos minutos que me quedan.
En esta línea de pensamiento me encontraba yo el otro día cuando recordé el consejo básico de urbanidad que me daba mi abuela cuando era pequeño: “siempre hay que salir de casa lavado y con una muda limpia por si te pasa algo y viene la ambulancia”.
Pensé entonces que conviene aplicar esta misma filosofía a nuestra vida amorosa, a pesar de las dudas que podamos tener al respecto. Ya sé, por ejemplo, que a veces se puede estar enamorado de dos personas a la vez (y no estar loco). Llamad a ambas antes de salir de casa y declaraos. Tiempo tendréis de desdecíos cuando regreséis a la seguridad del hogar. A veces, también, se puede estar con alguien y, aun estando a gusto, no tener claro si se le ama. Decídselo igualmente y si os arrepentís, aseguradle que os entendió mal.
Pero hacedme caso y salid de casa con el corazón limpio y vuestros amores confesados. Por lo que pudiera salir mal.

jueves, 18 de julio de 2013

La reinserción laboral de un cantante pop.

Deja, deja, que ya Boy George.
 
Llevo varios días sin publicar nada porque por fin encontré trabajo y, aunque se trata de un simple puesto como vendedor en una boutique de relojería en la planta de lujo de El Corte Inglés de Castellana, he tenido que pasar unos cuantos procesos de selección hasta ser elegido y, tras ello, he pasado por un número de cursos formativos que difícilmente puede ser inferior a los que pase un astronauta. Imagino que esto se debe a que, por un lado, como todos sabemos, los ricos, solo por el hecho de ser ricos, son mejores que el resto, y toda preparación es poca a la hora de dirigirse a ellos; y por otro, porque, como si de un futbolista de élite me tratase, no les basta con que trabaje para ellos, sino que quieren que sienta los colores y con ese fin me dan una y mil charlas con uno y mil vídeos en los que me repiten sin cesar el ADN de la empresa. Charlas y vídeos que pueden ser fácilmente resumidos en “SOMOS LA HOSTIA”.
En fin, que en las últimas semanas no he tenido mucho tiempo libre para escribir, y espero empezar a redimirme ahora contándoos mi reinserción en el mundo laboral.
Como os decía, el proceso de selección fue largo, no solo en cuanto al número de entrevistas, sino también en cuanto a la duración de las mismas. La primera de ellas, hecha personalmente por la que hoy es mi jefa, duró dos horas y media. Empezó pidiéndome que le hablara de mí, y cuando me arranqué diciendo “pues bueno, estudié Comunicación Audiovisual…” me cortó de inmediato.
- No, no. No vayas tan deprisa. Háblame de tu infancia. ¿Qué recuerdos tienes de tu padre?
Tardé un rato en comprender que no bromeaba y comencé entonces a desgranar mis pequeños traumas infantiles derivados de ser el hijo de un taxista que trabajaba dieciséis horas al día para que pudiera ir a un colegio privado en el que hasta los empleados domésticos de mis compañeros podían permitirse más lujos que yo (esto es una exageración, pero ya me entendéis). Y lo cierto es que, aunque tenía mis dudas de que estas historias de orgullo de clase fueran las más adecuadas para conseguir un puesto en un sector tan clasista y servil como en el que ahora trabajo, parece que de alguna manera conectaron con mi entrevistadora. Tampoco voy a negaros que la vinculación emocional por medio del relato sea algo que se me da relativamente bien, y la historia del self-made man, sin ser del todo falsa (sí, empecé a trabajar a los dieciséis años, lo seguí haciendo a lo largo de gran parte de la carrera y mantuve mi casa durante un tiempo en que mi padre estuvo impedido; pero no, tampoco soy Larry Flint), parecía un atajo tan tramposo como fácil de tomar.

Mi nueva jefa tiene esa extraña cualidad que tanto envidio de mostrarse siempre genuinamente interesada por aquello que le estés contando, sin importar lo deslavazado de tu discurso o lo alejado que pueda estar de sus intereses reales. Usada como arma motivacional, parece bastante efectiva, aunque no puede evitar sospechar cuando alguien se muestra fascinado porque hayas desayunado cereales con fibra y te da la enhorabuena por ello. En cualquier caso, no puedo disimular la fascinación (ni la confusión) que la empatía, sea real, sea impostada, despierta en mi aspergeriana persona.
Hasta tal punto consiguió mi entrevistadora que me sintiese cómodo en nuestro encuentro, que, cuando me preguntó acerca de mi tesis doctoral (trata sobre la influencia de los escritores hard-boiled en el cine de los hermanos Coen, de los que ella resultó ser una auténtica fanática), estuve muy tentado de meterle el morro. Considerando que ella es una mujer de 38 años considerablemente atractiva y pizpireta (cómo me gusta este adjetivo), y que casi siempre que saco a relucir el tema de la tesis con alguna chica es con el objetivo de llevarla a la cama, no parecía un paso descabellado. Me abstuve aun así.

En cualquier caso, ella quedó bastante encantada conmigo y me dio el visto bueno para pasar a la siguiente pantalla del videojuego “Encuentra Trabajo en España”, a pesar de que incumplí la Regla de Oro fundamental de toda entrevista laboral, y que, sin embargo, ningún libro incluye: no menciones a Hitler; no hagas chiste con él.
(Sucedió que cuando me preguntó acerca de mis tres virtudes y mis tres defectos (pensar que una entrevista de trabajo no pasará por ahí es como creer que una ruptura podrá prescindir del “no eres tú, soy yo”) incluí entre las primeras mi facilidad para llevar a la gente a mi terreno, expresada como “poder de convicción”. Ella me planteó si eso no podía ser entendido como “capacidad de manipulación”, a lo que respondí sonriente que “si te llamas Adolfo y la usas para gasear a seis millones de judíos, supongo que sí”, mientras su gesto se congelaba.)
Mi siguiente entrevista fue con la jefa de Recursos Humanos, y, aunque también fue bien, ni mucho menos fue tan cordial como con mi jefa.

 
Odio a la gente de recursos humanos. Salvo alguna excepción, es un departamento formado por tarugos que entraron en Psicología tras sacar un cinco pelado en selectividad, que hicieron un máster tras pasar sin pena ni gloria por la universidad, y que ahora se inventan un montón de pruebas absurdas para vengarse de aquellos que, con dos carreras, varios idiomas y tres masters más que ellos, buscamos trabajo como cajero en la Fnac o camarero en el Starbucks (no digo que sea el caso de esta mujer, que, la verdad, sí que parece muy bien preparada y no me hizo dibujar nada ni me planteó escenarios en los que estoy en una isla desierta y tengo que elegir entre matar a un niño o salvar a la humanidad).
La entrevista transcurrió razonablemente bien, a pesar de que en un momento dado criticó mi camisa, lo que me dolió especialmente viniendo de alguien que trabaja en una oficina donde parece que la única manera posible de combinar un pantalón beige es con una americana azul marino que de ningún modo ha de tener unos botones que no sean dorados.

Destaco también el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a afeitarme la barba para trabajar con ellos. Le respondí que sí, pero que los clientes tendrían la impresión de que sus relojes se los vende un niño de dieciocho años. Entonces me explicó que en realidad no sería necesario. Solo quería saber si estaría dispuesto a ello. Al oír su respuesta, un escalofrío neocapitalista recorrió mi espalda.

Tras hablar con ella, me presentó al director comercial del grupo con el que tuve una charla bastante intrascendente. Me vino a decir que a él le venía dando igual a quien contratasen, y que solo le presentaban a los candidatos con más posibilidades por si tenía que desempatar entre la elección de mi jefa y la de Recursos Humanos. Luego hablamos de whisky (él, al igual que yo en una época en la que trabajaba con falda escocesa y un gaitero, fue vendedor de whisky; no os riais, todos tenemos un pasado).
Días después, cuando pensaba que la única posibilidad de que tuviese que ser entrevistado por alguien más era si desenterraban al padre fundador de la empresa o le contactaban por ouija, me llamaron para decirme que tenía que ir a Herrera Oria para que El Corte Inglés me diera el visto bueno. Para aquellos que, tras una larga temporada en el paro, os habéis visto forzados a buscar un trabajo basura, recordaréis con pavor el paseo hasta avenida de la Ilustración y la mañana perdida rellenando formularios. El sistema de gestión de El Corte Inglés convierte a la burocracia soviética en un ejemplo de efectividad y modernidad.

Astérix buscando trabajo en El Corte Inglés.
 
Tras este paso, por fin me llamaron para ofrecerme formalmente el trabajo. Esa noche salí a cenar con Laura para celebrarlo. Si en esta ocasión no haga una tercera entrega de “Las locas aventuras de Laura y Manu” (como aquí y aquí), no es porque la noche no lo mereciera, sino porque bebimos tanto que no recordamos nada. Creemos, eso sí, que en esta ocasión no tendremos que ir a recuperar un coche a ningún sitio.

 
Un par de días antes de incorporarme al trabajo oficialmente, tuve que pasar el reconocimiento médico de la empresa. Lo que en principio parecía un regalo para un hipocondríaco empedernido como yo, acabó siendo una mañana perdida en la que, tras tenerme en ayunas hasta la una del mediodía, los médicos apenas jugaron conmigo. Básicamente, quitando los análisis, el reconocimiento consistió en medirme, pesarme, tocarme un poco el cuello y un poco la barriga. Hecho esto, la doctora me preguntó “¿tú estás bien?”, a lo que, como quería el trabajo, respondí afirmativamente.
"Señora, yo no he estado bien en la vida."
La única buena noticia del reconocimiento fue que por fin acabaron con el mito de que el análisis de orina ha de ser del primer pis de la mañana, con lo que puedes hacerlo en la clínica misma. Siempre supe que lo de hacernos para pasear con un tarro lleno de orina solo era una práctica sádica más de las muchas a los que no someten los médicos (les odio casi tanto como a los de recursos humanos).
Y por fin (nunca pensé que diría esto), pude empezar a trabajar. Entre mis compañeros están un chico italiano que ha entrado a la vez que yo, una chica que, como se ha ido de vacaciones, no he conocido demasiado, y dos chicos más. Uno de ellos, un marica que hasta mi llegada era el más joven de la empresa y que al saber mi edad me soltó:
- Siempre hay alguien más joven y hambriento bajando la escalera detrás de ti.

- Eso es de Showgirls, ¿no?
- ¡Oh! Tú y yo nos vamos a llevar estupendamente…


Y efectivamente, me cae bastante bien. Salvo raras excepciones, con un marica nunca te aburres.

Al otro chico ha sido al que han encargado mi formación en la boutique. Aunque en un principio no tenemos muchas cosas en común, también me llevo muy bien con él. Es muy, muy buena gente, y podemos hablar bastante de fútbol sin que ninguno de los dos tengamos demasiada idea del tema, lo que básicamente es la base de toda amistad heterosexual masculina sana.