No me da pudor reconocer que soy un romanticón de libro, en
el sentido más cursi y adolescente del término. No tanto en mis relaciones de
pareja, donde mis diferentes novias siempre me han echado en cara mis problemas
para “abrirme a la intimidad” (esto no es una metáfora del cunnilingus, sino de
mi escasa capacidad para expresar mis sentimientos), como en mi fuero interno,
donde en secreto canto canciones de Prefab Sprout a voz en grito, veo toda
comedia romántica que se cruce en mi camino sin importar lo mala que sea y
fantaseo con bodas sin parar, como si hubiera entrado en un bucle
espacio-temporal en una capilla de Las Vegas (para alguien cuyos últimos años a
nivel emocional se caracterizan por el miedo al compromiso es increíble lo mucho
que me pueden llegar a gustar las bodas).
En definitiva, me pirran las historias de amor bigger than life, llenas de
impedimentos, contra todo y contra todos, contra lógica y contra natura incluso
(un buen incesto, rollo Lannister o la casa de Austria, es el no va más del
romanticismo medieval), aquellas en las que el héroe o heroína combate sus
limitaciones y las de su entorno y cruza mares y montañas en busca del ser
amado.
¿Y a qué puede venir todo esto en una entrada en la que
pretendo hablar de Luis Suárez?
Como todos sabéis, el delantero uruguayo ha recibido una
importante sanción por parte de la FIFA por morder a Chiellini durante el
partido que les enfrentaba contra Italia. Si bien Suárez ya era sobradamente
conocido antes del incidente, su fama se limitaba más bien a los aficionados al
fútbol, mientras que ahora su reconocimiento como icono popular del bocao en el hombro ha llegado hasta el
punto de que incluso Laura de Rusos, que sería incapaz de distinguir a
Cristiano Ronaldo de Messi en una rueda de reconocimiento, me pregunte por ese
delantero-que-muerde-a-la-gente.
Como digo, todo el mundo conoce ya ese aspecto de la vida de
Suárez. Sin embargo, no tantos conocen otra faceta mucho más hermosa del
jugador y que, para mí, está directamente relacionada con la anterior.
De adolescente, Suárez era un delantero del montón en
Uruguay, imagino que correcto y con suficientes cualidades como para llegar a
ser profesional, pero sin que se le adivinase el potencial que ha llevado a que
años después se hable de pagar hasta 90 millones de euros por él. Suárez tenía
quince años cuando su novia, de trece, se mudó a Barcelona debido al trabajo de
sus padres estableciendo, todo un océano de distancia entre la joven pareja.
El delantero entendió entonces que, siendo de un origen
enormemente humilde como era, su única posibilidad de reencontrarse con su
amada en el Viejo Continente (como es una entrada folletinesca me permito estas
licencias) era brillar lo suficiente como para que algún club europeo lo
fichara. Sin embargo, también cuentan que fue la pequeña Sofía quien convenció
al delantero de sus posibilidades reales para dedicarse al fútbol, lo que me
lleva a fantasear con ella como una Lady Macbeth charrúa acogiendo en su pecho
al delantero cuando este, después de cada mordisco, le confiesa I have done the deed.
Pasaron cuatro años hasta que Suárez fichó por el Groningen,
en Holanda. Por lo visto, al joven le daba igual por qué equipo fichar con tal
de estar más cerca de su novia. Mediada la temporada, se acercó a Barcelona a
convencer a sus suegros de que dejasen a la muchacha, aún de diecisiete años,
irse a vivir con él. Estos accedieron y desde entonces el delantero se ha
convertido en uno de los mejores jugadores del mundo, la pareja, ahora matrimonio,
sigue unida y tienen una niña (o dos o vaya usted a saber, que tampoco me voy a
poner a fisgar en la vida de la gente).
¿Y qué tiene que ver todo esto con los mordiscos?
Los delanteros viven de instinto y actos reflejos. Lo
primero, lógicamente, son cualidades innatas, mientras que los segundos son
acciones que se repiten sin cesar hasta que se incorporan al repertorio como si
formasen parte de la esencia misma del futbolista (nada peor puede haber para
un 9 puro que pensar en el área; en
el área se actúa, no se piensa).
No sabría decir si los mordiscos de Suárez encuentran su
raíz en su instinto animal o en un acto reflejo aprendido, pero lo cierto es
que ya forman parte de su esencia personal (si es capaz de morder en un Mundial
o en la Premier, en estadios llenos de cámaras, imaginad los bocados que debió
repartir en las categorías inferiores de la liga uruguaya…). Pero lo importante
es que Suárez no muerde ni para marcar gol, ni para salir de la pobreza, ni
para ser el mejor jugador del mundo, sino que lo hace por amor, que es mucho
más importante. Ese fuego que le lleva a hincar los dientes en el cuerpo del
rival nunca podrá apagarse dentro de él, porque el día en que lo haga su amor
se habrá apagado, y eso es algo que ni él ni nadie queremos.
El castigo impuesto a Suárez por la FIFA me parece un tanto
desmedido. Cierto es que se trata de un comportamiento poco deportivo y que no
tiene cabida en un terreno de juego, y, si bien se le puede reconocer cierto
encanto naif a la primitiva
infantilidad de su respuesta, también es cierto que, incluso como agresión,
resulta bastante grosera y poco viril u honorable. En cualquier caso, creo que El Caníbal cumplirá con gusto la condena
por un crimen cuyo origen no es otro que la necesidad de abrirse paso a bocados
en la búsqueda del amor de su vida.
blandengada futbolística, lo nunca visto
ResponderEliminar