Mientras los tres (el niño, la señora y yo) hacíamos cola, la dependienta de origen asiático se ha interesado por la edad del bebé utilizando una expresión que dejaba claro lo muy integrada que estaba en nuestros usos verbales:
- ¿Qué tiempo tiene?
A mí, esta forma de preguntar los años siempre me ha remitido más al tiempo que nos queda por delante que al que hemos consumido ya. Como si la dependienta estuviese preguntando, de una manera increíblemente cortés, eso sí, cuántos años de vida le quedaban al bebé.
Pero antes de que pudiera detenerme a pensar en mi morboso equívoco (¡oh, la mortalidad infantil, esa fuente de inagotable comedia!), la respuesta de la mujer me trastornó aún más:
- Pues no sé... ¿Cinco o seis meses? No debe de tener más, pero no te creas que lo tengo muy claro tampoco.
La cajera asiática y yo hemos cruzado nuestras miradas. Ambos estábamos bastante seguros de que podíamos estar asistiendo a un nuevo caso Madelaine, pero ni mi timidez ni sus buenos modales de tradición milenaria nos permitían decir nada: más vale un millón de niños robados que pasar un mal rato en la cola del súper.
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