Lo que se ha roto siempre se puede arreglar, (pero) lo
arreglado siempre estará roto.
Hace casi un mes que mi novia y yo rompimos y durante estos
días he pensado bastante en esta frase cantada por Jens Lekman en Your arms around me. Si he empezado a
hacer esta asociación es porque se trata de la tercera vez que cortamos en el
año y medio que ha durado nuestra relación, lo que también me hace acordarme de
un amigo que, hace ya varios años, cuando yo estaba intentando reconquistar a
una novia que acababa de dejarme, me dijo que las parejas que rompen nunca
logran prolongar sus reconciliaciones. Bien, pues ese amigo lleva cinco años cortando
y volviendo con su novia y ahora se van a vivir a juntos en un esperanzador
ejemplo de convivencia pacífica que les debiera convertir en mediadores entre
Israel y Palestina.
Como todo hombre inseguro sobre lo acertado o no de sus
decisiones, he pasado los últimos días repasando mis relaciones recientes,
intentando encontrar qué es lo que hice mal en ellas, preguntándome si llegará
el momento en que lo pueda corregir. He recordado, por ejemplo, la sensación
que tuve con otra chica con la que estuve hace un par de años. Recuerdo pensar
que la mayoría de sus amigos y los míos, también emparejados, no tenían
relaciones que funcionasen mejor que la nuestra: constantes discusiones,
reproches mutuos, pocas cosas en común y la sensación de que no estaban siendo
precisamente felices. Sin embargo, fuimos nosotros, a los que aparentemente
todo nos iba a las mil maravillas, los que terminamos por romper en cuanto
tuvimos la primera pelea. Recuerdo pensar que no era la primera vez que algo
así nos pasaba a ninguno de los dos. Recuerdo pensar que éramos como boxeadores
primerizos, que salíamos entusiasmados al ring, danzábamos y danzábamos con la
guardia baja convencidos de la victoria, y el primer directo nos mandaba a la
lona.
El mes pasado me apunté al gimnasio, la mañana siguiente al
día de mi treinta cumpleaños. Mi desconcierto ante la práctica del deporte es
absoluto. He oído hablar del umbral de sufrimiento y sé que para que el
ejercicio sea realmente efectivo he de llevar a mi cuerpo más allá de sus
límites. El problema es que yo no sé cuáles son mis límites. Me encantaría
tener un manual de instrucciones que me indicase hasta dónde he de forzar para
mejorar mi forma física y a partir de qué punto es probable que sufra un
infarto. Pero no lo tengo. Y por eso, siempre salgo del gimnasio con la
sensación de que podría haberme esforzado mucho más de lo que he lo he hecho. Me
comparo entonces con aquellos que ya estaban en las máquinas cuando llegué y
que siguen cuando me voy. Entiendo que ellos están trabajando por su
recompensa, y me acuerdo de aquellas parejas amigas que siguieron corriendo mientras
nosotros nos frenamos temerosos del dolor que provoca un músculo lesionado.
Conclusión: para aprender a amar hay que aprender a sufrir.
¿Pero cuánto podemos sufrir cada uno sin rompernos?
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