Para mí es muy importante ser absolutamente sincero con mis
lectores, y es por eso que me veo en la necesidad de confesar que, de un tiempo
a esta parte, cada vez estoy menos y menos delgado. Quizás este giro de los acontecimientos
sea solo un bache circunstancial en forma de barriga derivado de los excesos
propios del verano y del inicio de la vida en pareja, y ahora que tanto lo
primero como (mucho me temo) lo segundo han terminado, las cosas vuelvan a su
cauce. O quizás no.
La cuestión es que estos kilos de más me han obligado a
afrontar algo que ya venía sospechando desde hace tiempo: no es solo que dentro
de mis sesenta kilos viva un gordo frustrado pidiendo a gritos la independencia en un referéndum que me niego a autorizar, no
es solo que comer me guste mucho, que me guste más que el fútbol, más que leer,
más que The Smiths, más que The Wire,
más que los vídeos de gatitos; es que comer me gusta más que follar.
(Ahora es cuando, sí, os dais cuenta de que lo de “comer” no
era ningún eufemismo con el que referirme al cunnilingus, el anilingus
o algún-otro-lingus, sino que efectivamente estoy hablando del acto de llevarse
alimentos a la boca con la indigestión como única meta conocida).
George Constanza, un visionario, eligiendo comida sobre sexo.
Sin embargo, esto no siempre ha sido así. Como todo joven
que inició su adolescencia en los años de la guerra entre Vía Digital y Canal
Satélite Digital, recuerdo el desarrollo de la tarjeta pirata que daba acceso a
la programación completa de esta última como un momento de entusiasmo supremo. Para
un chico de trece años que lo más sexual que había visto hasta entonces era
algún Playboy cuarteado el acceso
ilimitado a canales pornográficos las veinticuatro horas del día solo podía
terminar de dos maneras: con fracaso escolar por el abandono masivo de todas
mis tareas, o con la invención de una forma de energía alternativa basada en la
fricción corporal que nos salvase de la dependencia del petróleo para siempre.
Aunque al final no llegase a ninguno de los dos extremos, mi
gusto por el porno me ha acompañado a lo largo de los años, pero no con la
pasión que mi yo adolescente predecía, sino con un consumo relativamente
controlado y nada compulsivo. En contraste con esto, mi adicción a los
programas de cocina se ha vuelto total y absoluta. Puede que pase dos o tres
horas a la semana viendo porno (ahora adivinad por qué número tenéis que
multiplicar esa cifra para dar con el tiempo verdadero), pero la cantidad de
tiempo que empleo en ver programas de cocina es directamente inabarcable: Top
Chef, Máster Chef, Pesadilla en la Cocina (tanto la de Chicote como la del chef
Ramsey), Bruno Oteiza, Robin Food…
¿Cómo resistirse?
Tanto es así, que cuando estoy varios días fuera de casa sin
tele ni acceso a internet y sin pareja, no fantaseo con Sasha Grey recibiendo
por el culo, sino con Argiñano empanando escalopes. Aun cuando los Rusos nos vamos
varios días a grabar al estudio de Paco Loco y acabamos todos más salidos que una
manada de monos, mis ratos de privacidad en el ordenador no los empleo delante
de YouPorn, sino babeando frente al blog de El Comidista; no espío a mis
compañeras en la ducha, sino a Muni, la mujer de Paco, en la cocina.
Para que os hagáis una idea de hasta qué punto llega esta
situación, os diré que Leonor Watling es una de las mujeres que más me pone en
el mundo. Ya, ya sé que a algunos os parecerá una choni con pretensiones y más
tonta que hecha aposta, pero a mí me parece preciosa y con un cuerpo que me
vuelve loco (reducir la descripción corporal a esa expresión me ha parecido más
apropiado que adentrarme en terrenos de voluptuosidad y sensualidad carnal que
me convertirían en mi vecino Juan Manuel de Prada). En resumen, cualquier
película en la que ella aparezca desnuda, puede contar con mi paso por
taquilla.
Bien, pues en esta famosa escena de Los crímenes de Oxford yo miro a los espaguetis.
No sabría decir en qué momento mi orden de prioridades
cambió de esta manera, pero he de reconocer que, a día de hoy, la frase que más
veces me han escuchado decir cualquiera de mis parejas, muy por encima de “te quiero”,
es “creo que he comido demasiado”. Una tras otra ha visto cómo, llegado el
momento de una cita con cena romántica en el que ya se ha comido bastante y se
ha de elegir entre tomar postre o tener sexo después, yo elegía tomar dos
postres.
Llegados a este punto, mi compromiso con la comida es tal
que a la hora de buscar una pareja no me importa tanto que sea rubia o morena,
alta o bajita, tetuda o plana, de ciencias o letras, de Messi o de Cristiano, del
PP o de Podemos (de UPyD no, por ahí no paso), como que le guste comer. Odio a
las chicas remilgadas que no comen de casi nada y que son incapaces de
disfrutar de un buen atracón. Si de una cosa estoy convencido, es de que las
chicas a las que les gusta comer follan mejor y son más divertidas.
Leonor Watling + comida: creo que "Amor en su punto" es tu película.
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