Un verano al volver de las vacaciones, en esos primeros días
de clase en los que el recreo se convierte en una competición por ver quién se
ha divertido más, decidiste inventarte que habías perdido la virginidad. Tenías
dieciséis años y muchos de tus amigos ya habían pasado por ese rito iniciático
que en tu caso parecía no llegar nunca y que empezaba a pesarte como una losa.
Tu breve temporada en los alevines del Atlético de Madrid,
tu tío el astronauta, la vez en que compartiste vagón con Alejandro Sanz en el
metro o esa chica de tu pueblo con la que te besabas los veranos... No era la
primera vez que te inventabas alguna historia, no.
Pero racionalizaste tu arrebato creativo decidiendo que, más
que una mentira, era un adelanto de la verdad. Al fin y al cabo, era algo que
tarde o temprano tendría que suceder y a nadie hacías daño anticipando su
relato.
Soltaste la primicia a tu mejor amigo como sin darle
importancia, mientras apretujabas el papel de plata que había envuelto tu bocadillo
de tortilla, con la indiferencia impostada de quien ya está suficientemente
experimentado en el sexo como para relativizar su importancia.
Los detalles, vagos de inicio, fueron en aumento de manera
tan natural como calculada: ¿Quién? Alba te pareció un nombre suficientemente
sencillo como para no olvidarlo en las sucesivas ocasiones en que relatarías la
historia, y no tan común como para estar carente de encanto. ¿Cuándo? A
principios de agosto. Alba había venido de vacaciones a tu pueblo invitada por una
conocida tuya que también veraneaba allí. ¿Dónde? En un campo cerca del río al
que os escapasteis en la noche de las fiestas. ¿Cómo? La prudencia invitaría a
no abundar en detalles en este sentido, que era donde más traspiés podías
tener, pero poco o nada sabías tú por aquel entonces de ‘excusatio non petita, accusatio manifesta’ y terminaste por
lanzarte al barro relatando como Alba te pidió que acabases en su boca
instantes antes de ser pillados por la chica con la que solías besarte en los
veranos anteriores, lo que derivó en una discusión de celos tan cómica como
erótica.
Pensabas que los detalles eran los que dan veracidad y
cuerpo a una mentira, cuando en realidad son todo lo contrario: los pasos en
falso que terminan por desenmascararte. A pesar de ello, la historia te
acompañó durante varios años y, si cometiste algún desliz, lo disimulaste con
suficiente agilidad como para que nadie lo notase (eso, o quien sospechase tuvo
el reparo de no bucear en tus lagunas).
El tiempo pasa, cambiamos de grupos de amigos y se buscan
nuevos mitos y leyendas individuales sobre los que construir la identidad
colectiva. Así, tu verdadera primera vez pasó a ser tu primera vez, una
historia sin Alba, ni río, ni discusiones con semen en la boca; con su propio
encanto y que, en realidad, recuerdas peor que la inventada.
Volviste a pensar en ello hace unos días, cuando el caso de la
actriz Anna Allen, con su falso paso por los Oscars y su carrera ficticia. Llegaste
a varias conclusiones:
1. Gracias a Dios que en tu juventud no existían redes
sociales: la tentación megalómana de compartir tu invención a gran escala puede
ser tan grande como complicado el que pase la prueba del algodón de la exposición pública.
2. Limita tu invención a las disciplinas para las que tengas
talento: si eres bueno relatando, pero no con las imágenes, relata; si eres
hábil con el photoshop, pero no con las palabras, edita. Si no eres
especialmente hábil con nada, contrata a un gabinete de comunicación.
3. Simpatía absoluta por mentirosos y fabuladores, no
confías en aquellos que siempre dicen la verdad y tu mayor ídolo en la Tierra
es aquel que inventó y extendió el rumor de Ricky Martin, el armario, la niña y
la mermelada en la era preinternet.
4. Miente, pero nunca te creas tus propias mentiras. Es el
punto de no retorno.
5. Aquellos incapaces de imaginar una vida mejor, no merecen
una vida mejor de la que tienen.
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