“Espero que seáis muy felices durante el tiempo que estéis
juntos.”
Ésta fue la dedicatoria que escribí para los novios en una
boda a la que asistí recientemente.
Mi deseo, rodeado de parabienes tan bienintencionados como
manidos, escrito en un bonito libro de tamaño enciclopedia con tapas de piel y
fotos de la pareja en sus momentos cotidianos felices, situado en el centro de
la única página que encontré sin estrenar y al lado de otra con una fotografía
(seguramente la más hermosa de todas, por lo espontánea) donde ambos retozan en
el césped tumbados junto a su mascota, bien podría parecer la maldición
pasivo-agresiva de un sociópata desencantado con el amor (sin ser yo nada de
eso). En el mejor de los casos, soy consciente de que como elogio nupcial
resulta tan descafeinado como la condena que de un atentado terrorista pueda
hacer el brazo político afín.
Efectivamente, al descubrir mis palabras, y como si acabase
de perpetrar algún tipo de atentado contra el amor romántico, mi madre me pidió
explicaciones en un tono más severo que el que Rosa Díez emplearía ante un
miembro de Bildu que se acaba de comer la última porción de una pizza pagada a
escote. No entendía cómo podía ser tan insensible como para haber escrito algo
así.
Releí entonces la frase varias veces hasta darme cuenta de
que el problema era el “durante” que de alguna manera acotaba en el tiempo la
futura felicidad del nuevo matrimonio. No existe tabú más poderoso que el de la
finitud del amor. Ni siquiera el fin de la propia existencia está tan vetado en
el contexto social.
“Hasta que la muerte os separe”, les había dicho el cura un
par de horas antes, a una pareja joven que se reunía para celebrar su amor con
espíritu festivo. Y a nadie le pareció fuera lugar.
Evidentemente, por escasas que sean mis habilidades
sociales, hasta yo soy consciente de que mencionar el fin del amor en un
contexto así no resulta del todo apropiado, y si lo hice y acabé expresando el
lugar común que quisiera expresar de una manera tan torpe no fue porque tuviera
ningún mal deseo hacia los novios o les albergara el más mínimo rencor o
envidia, sino porque realmente me cuesta abstraerme de mi visión del amor como
algo temporal (especialmente si llevo un par de vinos encima).
Tras explicarle a mi madre mi falta de mala fe y valorar
brevemente con ella la posibilidad de usar tipex para subsanar mis desliz (otra
brillante idea fruto del vino que, por suerte, desechamos), ambos convinimos
que mi horrible caligrafía impediría que cualquier otro ser viviente pudiese
descifrar lo escrito con certeza. Superada la crisis, y tras intentar mandarme
a la cama castigado a mis casi treinta años, mi madre pidió un ron-cola y bailó
aliviada al ritmo de “Chiquilla”, de Seguridad Social.
Desde esa noche he pensado a menudo en que el ‘amor eterno’
es la gran mentira social de nuestro tiempo, por encima no solo de la ilusión
de inmortalidad, como ya mencionaba antes, sino también de otros grandes
engaños colectivos, como la existencia de Dios, la negación de la miseria y el
hambre en el mundo o los ictus de los
famosos.
Os invito a hacer la prueba en vuestro entorno. Cualquier
día que estéis cenando con vuestra familia o amigos, mientras esperáis al café
o al postre, mencionad que en unos años todos los presentes habréis muerto, lo
que significará que habréis dejado de existir, puesto que las posibilidades de
que exista algo parecido a un Dios son remotísimas vista la cantidad de gente
inocente en el mundo que sufre a niveles que nosotros ni siquiera podemos
concebir. Y una vez hayáis roto el hielo con esta animada declaración, mirad
fijamente a los ojos a vuestra madre y decirle que lo peor no es eso, que lo
peor es que, si su presentadora favorita lleva tres semanas sin presentar el
matinal no es porque se esté recuperando de un pequeño derrame, sino porque
ella solita ha consumido más cocaína que en la suma de cinco ediciones del
Primavera Sound juntas. Explicadle entonces a vuestra madre que, a partir de
ahora, siempre que ponga la tele después de comer, tendrá que vivir con LA
VERDAD.
Bien, pues una vez hagáis todo eso, comprobaréis como la
ruptura de cualquiera de esos tabús no es recibida con demasiado escándalo.
Acto seguido, decidle a vuestra pareja amiga que probablemente dentro de unos
meses (si no menos) habrán roto y se odiarán a muerte, o haced ver a vuestros
padres que si siguen juntos es más por costumbre y comodidad que otra cosa.
Poned en duda el amor eterno, y veréis lo poco que tardáis en quedaros solos
con la cuenta.
En esta línea de pensamiento me encontraba yo esta semana,
cuando recordé Algo contigo, de Los
Panchos, una canción que siempre me ha fascinado y que ahora valoro
especialmente, porque si ha habido un arte que ha ayudado a perpetuar LA GRAN
MENTIRA, es la música popular. Frente a tantas canciones que insisten en
presentar la eternidad como una única expresión sincera y pura del amor
romántico, resulta maravilloso encontrarse con una que trata no solo el
enamoramiento, sino también el deseo, de manera tan sensata y realista.
Cierto es que la canción acaba derivando hacia terrenos algo
posesivos que de algún modo desvirtúan el enfoque inicial (“Necesito controlar
tu vida, saber quién te besa y quién te abriga.”), pero que, para mí, son
igualmente honestos en lo que a la manera de vivir el amor se refiere
(desconfiad de aquella gente que afirma no ser nada celosa, ¡ja!) y que líricamente
quedan del todo compensados al usar más tarde una expresión tan genial como
“aunque pueda parecerte un desatino”.
Pero por encima de ese posible pequeño inconveniente, Algo contigo no solo tiene el
ingrediente clásico que toda canción de amor necesita para ser grande, es
decir, el hecho de expresar algo prohibido (en este caso por la amistad que une
al interlocutor con la amada), sino que además lo enmarca en una eventualidad
subrayada no solo por la mención a la muerte (“no quisiera yo morirme…”), sino
también por ese algo indefinido, intangible, tan terrenal
como hermoso, tan finito como necesario, tan leve como trascendental.
El amante de la canción no solo no pide demasiado, sino que
pide algo que sabe que acabará, y que seguramente acabará como suelen acabar
estas cosas, es decir, mal. Y aun así, aun sabiendo que el dolor de la pérdida
será mil veces peor que el del desamor (siempre lo es), siente la necesidad de
estar con su amada, porque la posibilidad de dejar de existir sin haberla
tenido en sus brazos le-lleva-loco. Y, básicamente, eso es el amor: desear algo
que sabes que acabará y que te hará sufrir, pero desearlo y perseguirlo, porque podríamos morir en cualquier
momento y no hay nada peor que no haber tenido siquiera la oportunidad de lamentarse.
¿Qué es la eternidad comparada con tener algo (lo que sea)
contigo?
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