El amor me pilló por sorpresa, abrazado a ella, como
habíamos despertado tantas mañanas. Puede que llevara tiempo anunciando su
llegada, pero, al igual que sucede con algunas visitas que invariablemente
siempre llegan tarde, decidiese que la mejor forma de hacer tiempo era seguir
con mi vida. O puede que llevase meses parado en mi puerta y yo no me decidiese
a abrir.
El caso es que yo ya no esperaba al amor. No hay nada más
patético y a la vez más hermoso que un enfermo terminal que no pierde la
esperanza. Y yo puedo haber sido patético muchas veces, pero bien sabe Dios que
en mi vida he sido hermoso. Y por eso hacía tiempo que había dejado de esperar
nada del amor.
Y aun así, llegó una mañana, de improviso, mientras ella aún
dormía y mi estómago empezaba a fantasear con el desayuno.
Pensaba al mismo tiempo (creo que esto lo pensaba con la
cabeza, que es una parte del cuerpo, en principio, más racional que el
estómago, pero mucho menos fiable) en cómo no lo había visto antes. Pensaba en
que es posible que el amor sea la relación que se establece entre el culo de una
persona obesa y el cojín de un viejo sofá. Solo que todavía hoy no tengo claro si
en la metáfora yo era el cojín, por fin rendido al hueco que el obeso culo
había cavado en él, o el culo orondo que tras haber probado muchos asientos
solo encuentra descanso y paz sobre cierto cojín de un sofá viejo.
En estas cosas pensaba cuando ella se despertó. Me gustaría
decir que todo fue bien a partir de aquí.
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