Pasamos gran parte de nuestro tiempo en la carretera,
mirando hacia adelante. Es por eso que estamos más pendientes del camino, de
anticipar lo que esté por venir, que de mirar al otro, sentado como está a
nuestro lado.
Durante el viaje intento no pensar, aunque nunca lo consigo.
Siempre me muevo entre dos ideas que son opuestas, pero que conviven de algún
modo. Pienso, por un lado, que nuestra relación es esto, la vida en la
carretera, y que mientras tú guías, yo solo puedo preguntarme cuánto más nos
queda. La incertidumbre, siendo como soy, debería agobiarme, y hasta cierto
punto lo hace, pero al mismo tiempo me he acostumbrado a viajar con ella, la he
incorporado al recorrido como un elemento más del paisaje que reaparece cada
cierto tiempo, pero al que no siempre atendemos, como lo hacen las señales.
Entre señal y señal, yo me olvido del destino, de la distancia recorrida y la
que nos queda por recorrer. Entre una señal y la siguiente, me basta con saber
que viajo contigo.
Hoy el tráfico estaba lento. Ha habido un accidente en el
carril opuesto y los coches que viajaban en nuestro mismo sentido han
decelerado para mirar. A ti te desespera esta costumbre e intentas apartar la
vista. Cuando tus ojos coinciden con los míos siempre te hago la misma broma:
“De los accidentes también salen cosas buenas”.
- No, de los accidentes nunca sale nada bueno – has respondido hoy. – Una cosa es no saber
hacia dónde se viaja y otra muy distinta no saber hacia dónde no se quiere
viajar. Y los accidentes nos llevan a donde no queremos ir. Eso no puede ser
bueno.
Ya nunca sé de qué hablamos cuando hablamos.
Esta mañana me quedé dormido mientras conducías. Ayer paseamos hasta tarde y la programación matinal
de la radio no ayudaba a mantener los
ojos abiertos. Mientras pego cabezazos me siento culpable porque sé que te dejo
sola. Por eso cuando despierto me invento alguna historia con la que
entretenerte y compensar mi ausencia.
En la de hoy, tú eras la protagonista. Podías predecir
accidentes aéreos. Se trataba de una cualidad que descubriste de niña y que te
funcionaba no solo con aviones, sino con cualquier ser u objeto volador.
- Mamá, si un pájaro se estrellase contra la ventana, ¿se
rompería la ventana?
- No seas tonta. Los pájaros saben que no tienen que volar
contra las ventanas.
Diez minutos después, un gorrión se estrelló contra la
ventana de la terraza del cuarto piso en el que vivías, y aunque no se rompió,
limpiarla no fue nada fácil.
Cinco aviones, tres helicópteros, una avioneta, dos paracaidistas
y un ala delta después, nos sentábamos a comer en un área de servicio.
- ¿Cómo sigue?
- ¿El qué?
- Mi historia. ¿Sigo teniendo poderes o los he perdido?
Detrás de ti había un hombre con pinta de espía soviético,
calvo, con gafas redondas pasadas de moda y una camisa beis. Un poco más allá,
sentado junto a la puerta y leyendo un diario deportivo, había un hombre
asiático de unos cuarenta años. Y, por último, justo cuando terminabas de
formular tu pregunta, un jubilado, sin duda el jefe de la operación (o al menos
el encargado de dirigirla en nuestro territorio) ha entrado en el bar,
esperando hasta el último momento para apagar su puro contra el quicio de la
puerta, y no sin antes expulsar el humo dentro del local.
Se ha dirigido a la barra y ha pedido un carajillo llamando
la atención con la suficiente gracia como para pasar desapercibido. Muy
profesional.
- ¿Recuerdas el avión malayo?
- Sí. Claro.
- ¿Presentiste algo antes de que pasara?
- No. Ni después.
- Raro, ¿verdad?
- No tanto.
- ¿No?
- No si en realidad no hubo ningún accidente.
- Así es. ¿Ves a esos tres hombres?
Has observado a los presentes con disimulo, haciendo como
que mirabas la tele para observar al jubilado, sirviéndote de tu espejo de
bolsillo para fijarte en los dos situados a tu espalda.
- Veo al falso jubilado y al espía ruso – el don para
predecir accidentes aéreos es solo tuyo, pero el de identificar espías
soviéticos al instante es compartido. - ¿Quién es el otro?
- El que lee el periódico.
- ¿El chino?
- Sí.
- Bien. ¿Qué pasa con ellos?
- Saben que sabes.
- Ya veo. ¿Es por eso que viajamos?
- No.
- Porque nosotros no tenemos miedo, ¿verdad?
- No.
- Nosotros no huimos.
- Bueno… Solo de nosotros mismos.
Te has reído.
- Sí. Es cierto que a veces eso sí lo hacemos.
Junto con nuestras consumiciones, has insistido en pagar el
carajillo del jefe de la operación, que ha fingido gratitud y desconcierto con
una solvencia extraordinaria. Al despedirnos, y como parte de su simulacro de
cortesía, nos ha preguntado adónde nos dirigíamos.
- Si le dijese que no sabemos, no nos creería; si lo
supiéramos, no lo diríamos tan fácilmente – has respondido.
De vuelta en la carretera, hemos tardado una hora en volver
a hablar. Empezaba a atardecer cuando has reducido la velocidad hasta pararnos
en el arcén. Muy seria, sin apartar las manos del volante, me has mirado.
- Manu, creo que he visto un accidente.
El cielo estaba despejado: ni una sola nube, ni un pájaro,
ni un avión. La carretera estaba desierta. Solo nosotros podíamos estrellarnos.
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