Expuesto el punto de partida, de entrada ya os digo que yo
desconfío de cualquier persona que de joven no haya sido rapero, heavy, punk,
bakala, mod, gótico, chulapo o cualquier otra tribu urbana, y no por tópicos
como lo de que la-adolescencia-es-la-edad-de-la-rebeldía, sino, simplemente,
porque no se me puede ocurrir existencia más gris que aquella que haya
transcurrido inmersa en la mediocridad normcore
en su totalidad.
Yo, después de un breve coqueteo infantil con el rock
urbano, fui rapero durante toda mi adolescencia (pero muy rapero, eh, con pantalones gigantes, medias en la cabeza y
hasta algún cordón de oro), para de ahí pasar al look alternativo de Mercado de Fuencarral y, de ahí, al filohippismo con pantalones de campana,
pelo largo y unas gafas aún más Lennon que las que llevo ahora. Desde ese punto evolucioné al rollo mod para
poco después involucionar a un estilo difícil de etiquetar, pero que casi
seguro que todos reconoceréis, cuyos pilares eran dos: por un lado, el
archiconocido llevo-dos-años-de-relación-estable-y-cuido-mi-aspecto-entre-poco-y-nada;
y, por otro, el no tener un puto duro y llevar cuatro años sin comprar ropa. Y
así llegué hasta el momento actual, en el que, para mi sorpresa (pero sobre
todo, para sorpresa de Elisa, la batería de Rusos), de vez en cuando hay hasta
quien me alaba el gusto al vestir. Lo que para mí valida otra teoría: parecer
elegante es sencillo cuando se tiene dinero, aun cuando es poco, como es mi
caso.
¡¡Me creía nigga!!
El caso es que, desde mi punto de vista, estoy seguro de que
el extraño placer que nos provoca el ridículo y la vergüenza ajena de nosotros mismos que sentimos al revisar las
viejas fotos en las que aparecemos una pinta grotesca nos resulta mucho más
reconfortante que el sucedáneo de seguridad o autoafirmación que pueda sentir
cualquier persona que ve cómo su look permanece tan inalterable en las fotos en
las que tenía quince años como en las que tenía treinta. Y ya no me refiero solo a aquellos que van a
pasar toda su existencia con el estilo click
de Famobil que te regalan de serie al ingresar en Nuevas Generaciones, sino
también al rapero que con cuarenta años lleva la misma pinta que cuando tenía
dieciocho o a la hippie que viste igual desde los quince (por no hablar de los abertxales que llevan la misma coletilla
ahora presentándose por BILDU que en sus primeros días de kale borroka. En definitiva, frente al inmovilismo, creo que
reconforta ver que se ha vivido, que se han probado diferentes cosas, por
ridículas que fueran algunas de ellas.
Bien, pues en esta línea de pensamiento me encontraba yo el
otro día, cuando pensé que con las parejas sucede algo similar a lo arriba
comentado respecto a los estilos de vestir. Todos tenemos al típico amigo
dispuesto a emparejarse CON LO QUE SEA. Y cuando digo emparejarse, me refiero
exactamente a eso, no a follar, sino a formar una pareja. Todos conocemos a la
típica chica que, en cuanto se queda soltera, sabemos que el siguiente tío que
le preste un poco de atención será su novio. Y todos hemos visto a la típica
pareja que a pesar de llevarse a matar y hacerse terriblemente desdichados
sigue junta contra viento y marea, sin saber muy bien por qué. Al igual que
todas las mañanas Alejandro Agag se mira al espejo y, sin saber por qué, decide
seguir con ese look de marinerito con el que su madre le vistió, aunque le haga
infeliz, aunque en el fondo anhele probar a dejarse a rastas, todas esas
personas miran a su pareja y piensan “mira, ya está bien. Aquí me quedo, que
tampoco se está tan mal”.
Francis Scott y Zelda.
Frente a ellos, estamos los que nunca conseguimos asentarnos
emocionalmente, los que siempre acabamos encontrando alguna pequeña pega con la
que sabotear a la persona que nos quiere, o nos dejamos fascinar por todo aquel
que se cruce en nuestro camino y corremos a seguirla, para enseguida desecharla
como lo haríamos con cualquier moda pasajera.
Este es un tema que me obsesiona especialmente, me imagino
que porque en mi interior conviven las dos tendencias: el deseo a plantarme y
ser feliz y, la feliz amargura de seguir buscando lo que quizás nunca encuentre
(también os digo, ningún encuentro puede superar nunca al placer de la búsqueda).
A menudo he visto cómo parejas amigas resistían momentos realmente difíciles
mientras que la mía se desmoronaba a la menor discusión o cómo otros eran
capaces de construir algo sólido y hermoso con mimbres mucho más pobres que los
que a mí me ofrecieron y deseché.
Ahora bien, podría deciros que no sé que es peor, si tener
cincuenta años y haber vestido siempre con polito Lacoste, chinos y naúticos, o
tener cincuenta años e intentar seguir torpemente la última moda, pero lo
cierto es que prefiero lo segundo. Prefiero estar gordo y arrugado y llevar el
pelo rosa y pendientes de colores (o la moda que se lleve por aquel entonces) y
seguir buscando aquello que quiero. Por ridículo que me sienta al día
siguiente.
No hay comentarios:
Publicar un comentario