Vivo en un edificio con garaje en el centro de Madrid. La entrada que da a la calle no es la que da directamente al edificio, sino que es una gran verja, una entrada compartida por personas y coches que da acceso a la finca (nunca pensé que utilizaría la expresión “finca” para referirme a un lugar en el que viviera; me hace sentir un poco pijo, aun sin ser nada lujosos ni mi bloque ni mi calle, y a la vez me hace sentir un poco impostor, como cuando intento pronunciar el nombre de algún director francés). Una vez se cruza la verja, hay que andar unos cuantos metros hasta la puerta que efectivamente da paso al portal.
Por costumbres de la vida moderna, con frecuencia llego
hasta mi casa mirando el móvil a la vez que camino, bien escribiéndome con
alguien, bien curioseando twitter o facebook, consumiendo los datos 3G por los
que todos los meses pago a mi compañía telefónica. Y cada día observo cómo, desde
que cruzo la verja y hasta que entro en el portal, al pasar justo por debajo
del cuarto piso en el que vivo, mi móvil deja de consumir datos para, por
misterios de las ondas electromagnéticas, conectarse al Wi-Fi de mi casa. En ese
breve tramo, sin embargo, quedo completamente incomunicado, puesto que la señal
es demasiado débil como para emitir o recibir nada. He de esperar, por tanto, a
entrar en el ascensor, para que mi servicio de mensajería instantánea se llene
de double checks.
Me ha parecido una figura retórica interesante: estar lo
suficientemente cerca de un lugar como para sentir que perteneces a él y
desechar el resto, y a la vez, lo suficientemente lejos como para que resulte inaccesible.
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