martes, 9 de diciembre de 2014

Fascinación por el Mal: Kim Jong-un. Que alguien llame a Batman.


Si uno de los momentos más terribles por el que pasamos en nuestro camino hacia la vida adulta es aquel en el que nos damos cuenta de que el Bien, por sí mismo, no garantiza recompensa alguna, el descubrimiento de la absoluta vulgaridad del Mal no resulta menos descorazonador.

Si pensáis en los dibujos animados de vuestra infancia, recordaréis como la trama de casi todos ellos giraba en torno a la contraposición de esos dos tótems absolutos: el Bien y el Mal. Los dos resultaban esenciales para nuestra formación: el primero, porque nos enseñaba qué es lo que debíamos hacer, el valor de la justicia, a ser honestos, a defender a los débiles; y el segundo, cómo hacer las cosas con estilo.

Ética y estética como las dos caras de una misma enseñanza moral. Nadie que no sufra una psicopatía severa no se identificará con Batman en el plano ético en cualquiera de sus relatos; nadie dudará de que él es, en definitiva, EL BUENO. Ahora bien, cualquier persona con un mínimo sentido del gusto sabrá apreciar inmediatamente el inigualable valor estético del Joker.

Lo mismo sucede si pensamos en Spiderman y el Duende Verde, los G.I. Joe’s y los Cobra, He-Man y Skeleton o, incluso, Oliver Atom y Mark Lenders. Ninguna duda sobre la inmaculada virtud de los primeros, pero su derrota en el plano estético es más que evidente.


Sin embargo, como decía antes, conforme vamos creciendo descubrimos que, no solo no existen superhéroes intachables dispuestos a acudir a nuestro rescate siempre que sea necesario, sino que, aun si nosotros mismos decidimos optar por el camino de la virtud, la honradez y la justicia, este no nos garantiza en absoluto ni el éxito ni la felicidad (es más, de hecho puede convertirse en la vía más rápida hacia todo lo contrario). Este vacío moral que dibujo ya sería suficientemente desasosegante por sí mismo, pero además hemos de sumarle que, por el contrario, los supervillanos sí que existen en el mundo real, con el agravante de tener el gusto estético más mediocre y vulgar que podamos imaginar.

Esperanza Aguirre, Jiménez Losantos, Bárcenas, Rodrigo Rato, Aznar, Rosa Díez, Artur Mas, Felipe González, Rouco Varela, Juan Rosell, Florentino Pérez… Son todos tan malvados en su fondo como vulgares, grises y anodinos en sus formas. Ni un solo destello, ni una mínima excentricidad que les aporte una pizca de atractivo.

En la vestimenta, solo Rouco despunta un poco, gracias a la afición católica por travestir a sus líderes. En lo capilar, incluso Rosa Díez ha abandonado el gusto por los locuelos tonos whisky-progres por otros menos amenazadores para el votante conservador (algún día escribiré su biografía: De la socialdemocracia a la democristiandad en tres tintes de pelo). En el plano del vello facial, lo más arriesgado que hemos visto en nuestra particular Liga del Mal fue cuando Rato se dejó perilla candado. Que no es mucho, pero si lo hubiera hecho con el objetivo de visitar bares bears

Rosa Díez caracterizada como Hiedra Venenosa en un casting para Batman.

Pero no, porque incluso en el plano sexual son tan terriblemente mediocres que aun en posesión de una tarjeta opaca cuyos cargos creían secretos gastaban los dineros en casas de citas propias del más común comercial de carretera (solo Pedro Jota despuntó un poco en ese sentido en sus tiempos).

Si dejamos de lado los aspectos más superficiales y nos centramos en sus planes, que, al fin y al cabo, son los que definen la verdadera esencia de cualquier supervillano, vemos que tampoco son especialmente imaginativos en ese sentido. Básicamente solo quieren dinero y más dinero. A ninguno se le ocurre robar el sol, matar a todos los varones zurdos nacidos en marzo o una simple limpieza étnica. ¡Ni siquiera son capaces de construirse una guarida como Dios manda! ¡Todo son áticos en Marbella o similar, y ni una isla submarina secreta!

Tanto conformismo resulta descorazonador. Y no, no es un problema nacional, sino que esta mediocridad se reproduce también a escala mundial. La Reina de Inglaterra, Bush, Rupert Murdoch, Tony Blair, Angela Merkel, Putin… (bueno, a este último hay que reconocerle que apunta maneras).

Bin Laden, que durante años fue el enemigo público número uno, el terrorista más buscado del planeta, nunca se diferenció demasiado estéticamente de mi primo el cabrero un día de caza.

Bin Laden en las montañas echándose un karaoke instantes antes de hacerse una sopa castellana.

Sin embargo, entre tanta mediocridad, hay una luz que centellea, una pequeña esperanza, un refugio para la excentricidad: mi ojito derecho, mi pequeña perla norcoreana, Kim Jong-un.


Cierto es que tuvo un fantástico maestro en la figura de su padre Kim Jong-il, destacado miembro de la estirpe de bajitos-que-se-peinan-con-el-pelo-para-arriba-y-así-no-se-nota-no-qué-va. Un hombre que aseguraba ser el mejor golfista del mundo al conseguir la mejor partida de la Historia en el día en que jugaba por primera vez, que tenía un ejército de esclavas sexuales menores de edad y que mandó que le construyeran una piscina olímpica subterránea a prueba de misiles hecha de oro… a la que luego añadió una lancha motorizada para evitar cansarse.

Kim Jong-il, también conocido como La Yaya del Terror.

Un hombre que afirmaba ser el inventor de la hamburguesa, haber escrito 1.500 libros (chúpate esa, César Vidal) y las seis mejores óperas de la Historia (efectivamente, una de ellas fue número uno del año 1998 para Rockdelux).

Un hombre que para paliar las terribles hambrunas sufridas en su país mandó importar unos conejos gigantes desarrollados por un investigador alemán… para acabar comiéndoselos él mismo.

Un hombre que afirmaba haber encontrado la vacuna contra la baja estatura, como podéis comprobar al observar su vasta figura (entendemos que los litros y litros de laca y los zapatos con plataformas de 10 cm eran la fase Beta de una vacuna mucho más sofisticada aún en vía de desarrollo.

Un hombre que afirmaba no haber defecado nunca y que, entre todos estos hobbies y virtudes, logró encontrar tiempo para aterrorizar, diezmar y gobernar despóticamente un país (lo que tampoco se le puede echar en cara teniendo en cuenta el grave caso de estreñimiento que padecía; algo así le agria el carácter a cualquiera).

Un hombre con una curiosidad insaciable al que, por encima de todo, le gustaba mirar cosas.

Bien, pues con semejantes genes, por un lado, todos teníamos muchas esperanzas puestas en su heredero Kim Jong-un, pero también era fácil temer que no estuviera a la altura. ¿Podía alguien con semejante aspecto de villano de cómic (de hecho es clavado a Buu, uno de los peores enemigos de Goku en Bola de Dragón) no responder a nuestras expectativas?



Para despejar cualquier duda, su primera medida fue asesinar a su tío y mentor encerrándole en una jaula con 120 perros hambrientos (perro arriba, perro abajo). Un nuevo rey había llegado a la ciudad.

Desde entonces, el nuevo líder norcoreano combina estas pequeñas matanzas y violaciones masivas de los derechos humanos con otras pequeñas excentricidades que lo hacen aún más cercano y humano para sus súbditos, como romperse ambos tobillos por su obstinación en llevar tacones cubanos a pesar de su notable sobrepeso fruto de una alimentación basada fundamentalmente en alcohol, marisco y queso suizo.

El quinto Beatle.

Habrá quien diga que presentar de forma humorística las crueldades y crímenes de esta familia es una frivolización imperdonable que banaliza el sufrimiento del pueblo norcoreano. Y no le faltará razón. ¿Pero qué otra cosa podemos hacer nosotros además de ridiculizar a los malvados? Si por el momento no podemos ni con nuestros mediocres villanos de andar por casa, ¿qué vamos a hacer contra el monstruo final?

Que alguien llame a Batman.

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