lunes, 11 de mayo de 2015

Mi amigo culé, Pep Guardiola y la llama eterna del amor verdadero.


A mi amigo culé le dejó la novia el mismo día en que Pep Guardiola anunciaba su marcha del Barcelona, y desde entonces no puede pensar en el uno sin hacerlo también en la otra.

No es que Marta, que así se llama su ex, fuese el primer amor de su vida. Antes de ella hubo algunas otras a las que amó con locura, que le hicieron inmensamente feliz por momentos y terriblemente desdichado en más de una ocasión. Estuvo Gabi, con la que empezó en primero de Bachillerato. Toda una conquista: una chica mucho más guapa que lo que jamás hubiera podido soñar a aspirar mi amigo y sosa como la dieta de un enfermo terminal, con la que ni siquiera llegó a las navidades del primer año universitario al enrollarse ella con un compañero de clase de ADE.

También hubo una francesa de la que no recuerdo el nombre, cinco años mayor que nosotros, que vino a España a completar su tesis en Historia del Arte. La chica respondía hasta tal punto al estereotipo de manic pixie dream girl, que era complicado no pensar que formara parte de un programa de la concejalía de turismo de la capital francesa que buscase perpetuar la irresistible imagen de las chicas parisinas más allá de sus fronteras. La conoció al poco de su llegada y prolongaron el idilio durante toda la beca: diez meses de ensueño en los que él necesitó muy poco para convencerse de que había encontrado a la mujer de su vida, mientras que ella se cepillaba a toda la pandilla. El despertar no fue bonito.

Antes del fin de ese verano, siendo mi amigo aún un cadáver andante, conoció a Marta. Como decía, mi amigo ya había amado antes, y lo ha hecho después, pero nunca de esa forma. Y algo parecido le sucede con el fútbol y con Pep Guardiola.

Mi amigo era el culé de la clase cuando éramos pequeños. No era el único aficionado del Barcelona, pero ninguno lo vivía con la pasión con la que lo hacía él. Por aquella época, ser del Barça poco o nada tenía que ver con subirse al caballo ganador o el gusto casi ascético por la excelencia futbolística. Sí, habíamos presenciado al Barcelona de Cruyff, pero éramos demasiado pequeños como para que fuese poco menos que una leyenda, una realidad no vivida realmente.

Cuando realmente empezamos a enterarnos de qué iba la cosa fue en las ligas de Valdano para el Madrid, de Antic para el Atleti y de Capello, de nuevo para el Madrid. Y no, no es fácil seguir interesándote por el fútbol cuando en tus primeros años Ronaldo llega a tu equipo y te dura solo una temporada.

A pesar de ello, mi amigo conseguía llegar ilusionado cada primer día de clase y nos relataba los temibles fichajes a los que tendríamos que enfrentarnos ese año: Sonny Anderson, Giovanni, Litmanen, Zenden, Overmars, Petit, Alfonso, Gerard, Saviola, Rochemback… Parece mentira, pero algunos de esos jugadores contribuyeron, incluso, a los dos dobletes consecutivos de Van Gaal. Pero no hubo nada bello en aquellas victorias, nada realmente memorable, y mi amigo lo sabe hoy.

Hay pocas cualidades que valore más en la vida que la lealtad. Para mí, es un fin en sí misma: nadie merece mayor castigo que quien traiciona a los suyos, nadie mayor gloria que quien les es fiel. Pero para seguir viendo los partidos del Barça cada domingo en la esperpéntica época de Gaspart hacía falta algo más que lealtad, hacía falta un optimismo casi enfermizo.

En el verano de 2002, mi amigo llevó su optimismo enfebrecido a límites nunca imaginados de dos maneras muy distintas: primero, confiando en que el regreso de Van Gaal y los fichajes de Riquelme, Mendieta, Enke y Sorín harían al Barça campeón; segundo, iniciando una relación a distancia con el corazón aún roto, con alguien a quien apenas conocía en realidad y pocas semanas después de que la francesa se marchase sin despedirse. Por cierto, el destino Erasmus de Marta no era otro que París.

Durante la temporada 2002/2003, mi amigo culé viajó con tanta frecuencia a la capital francesa que terminó entablando amistad con los parroquianos de la taberna en la que, como mínimo, un fin de semana al mes, veía estrellarse al equipo de Van Gaal. Llegado junio, el Barcelona sólo consiguió clasificarse para la UEFA, Marta regresó a Madrid y empezó a buscar piso con mi amigo. Estuvieron juntos nueve años.

Cuando el sorteo de la Champions hizo coincidir al Barcelona y al Bayern en las semifinales de la presente edición, mi amigo tuvo la misma sensación que cuando abrió el mensaje en el que Marta le proponía quedar meses después de haberlo dejado: terror.

Ambos encuentros no solo enfrentaban al Barcelona y a mi amigo con su pasado y con los principales responsables de su felicidad (futbolística y amorosa), sino también con los protagonistas y, en cierto modo, autores de la mejor versión de él mismo (y del Barça) que nunca había existido. Igual que Pep no era solo ganar, sino la forma de ganar, amar a Marta no era solo amar, sino la forma de hacerlo.

Un día, a finales de abril, después de una mala temporada, Marta sentó a mi amigo en la cocina y le dijo: "me voy, porque si sigo, acabaremos haciéndonos daño". No sería la última vez que escucharía esas palabras aquel día.

Entonces pasó por una etapa bastante complicada, pero ha vuelto a estar con chicas e incluso a enamorarse. Más tarde pasó por una etapa aún peor (la del Tata Martino), pero ha vuelto a ilusionarse y a celebrar los goles de Messi. Los respectivos cruces suponían la prueba de fuego de la recuperación.

Hay quien va al encuentro de su ex con ganas de revancha, con voluntad exterminadora, pero ya digo que mi amigo no es así, que mi amigo es leal. Es por eso que el miércoles pasado, cuando el Bayern perdió 3-0, él no sintió alegría alguna. Demasiado castigo le parecía para quien le había dado tanto.

Ahora, al pensar en el partido de vuelta, quizás no llegue a desear que pase el Bayern, pero sí que quiere que ganen y que hagan uno de esos míticos partidos con Pep al mando en el que la derrota acaba adquiriendo un valor moral muy superior a la victoria.

Del reencuentro con Marta, mi amigo salió derrotado por razones de las que no me ha querido hablar. Sí que me explicó, sin embargo, que hasta ese día sentía que ella le había arruinado el amor para siempre porque nunca amaría a nadie como lo había hecho cuando estaban juntos. Al oírlo, me di cuenta de que no era la primera vez que escuchaba esa expresión en boca de mi amigo; la había repetido en infinidad de ocasiones anteriores solo que aplicada al fútbol y con Pep Guardiola como protagonista.

Mi amigo culé es un optimista enfermizo y ya no se pregunta si volverán tiempos tan buenos como los pasados. Simplemente se alegra de haberlos vivido.

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