A mí me da mucho miedo morirme. Esto puede parecer una
perogrullada, pero en el fondo no lo es, porque todos conocemos a personas en
las que la posibilidad de la muerte apenas ocupa espacio en su vida, mientras
que hay otros, como es mi caso, cuyas vidas giran enteramente en torno a esa
posibilidad (llevo varios días trabajando en un relato al respecto que espero
acabar en estos días aprovechando que tengo vacaciones, pero las circunstancias
me han obligado a hacer un pequeño spoiler).
Siempre que estoy agobiado por cualquier cosa, ese agobio se acaba manifestando en forma de algún temor hipocondríaco absurdo
que se hace fuerte en mi interior creando la certeza de que me voy a morir más
pronto que tarde. Decir que con los años he aprendido a dominar ese mecanismo
sería demasiado optimista, porque su funcionamiento se escapa por completo a mi
control, pero cuanto a menos he descubierto dónde tiene el freno y, a día de
hoy, la mayoría de las veces soy capaz de pisarlo. Pero no siempre ha sido así.
Durante el año 2009 vivía con mi exnovia Arti, con quien
tuve la relación más felizmente apacible que he tenido nunca (todo el mundo
merecería tener una relación en la que fuese tan feliz como el primer año que
estuve con ella). A mediados de ese año, tuve varios brotes hipocondríacos que me llevaron a
comportarme como si mi muerte fuese inminente (sin tener yo ningún dato con el
que sustentar tal certeza), lo que, obviamente, acabó por afectar a nuestra
relación.
Un día Arti me transmitió el miedo que tenía a que la muerte
se estuviese convirtiendo en el epicentro de mi vida y a la manera en que eso
podía afectar a nuestra vida juntos. “Si con veinticinco años no paras de
pensar en que te vas a morir, no me gusta imaginar cómo será estar a tu lado
cuando tengas sesenta”.
(Dos ideas sobre esto: 1- En parte, si digo que mi relación
con Arti fue tan feliz, se debe a que, durante un tiempo, los dos teníamos esa
certeza tan ilusa de que íbamos a pasar el resto de nuestra vida juntos. Nunca
más he vuelto a tener esa sensación, y temo no volver a sentirla. 2- Había en
su declaración una cierta crueldad, porque yo no podía evitar ser quién era en
ese momento, por mucho que quisiera ser alguien mejor, fuese con veinticinco o
fuese con sesenta. Le perdoné esa crueldad, en cualquier caso, porque unos días
antes también me dijo una frase que se convirtió en mi mantra
en los momentos en los que la hipocondría me ahoga “¿Pero tú sabes lo difícil
que es morirse?”).
Yo le expliqué entonces que, al contrario que ella, pensaba que mis temores
respecto a la muerte se irían apaciguando con la edad, porque para mí la vida
era un ciclo, como una vuelta en una atracción de feria, y lo que a mí me
aterraba era tener que bajarme antes de tiempo. O mejor, más que como una
atracción determinada, la veía como el día de verano en el que iba con mis amigos
al parque acuático. Antes de irte, querías montarte en todo. Y al final del
día, te ibas a casa saciado. No necesitabas más. Habías hecho lo que tenías
que hacer (incluso las cosas que eran un rollo hacer, como ir a la piscina de olas, llena de niños gordos y de padre que la usan para mear).
Creo que ella no entendía mi visión de la vida como un ciclo,
y quizás de esta manera consiga explicarla mejor: Salvo en raras ocasiones (un
accidente de tráfico con treinta y tantos, un cáncer fulminante con cuarenta y cinco, un
infarto a los cincuenta), la gente no muere en un instante, sino poco a poco,
con el paso de los años, conforme va cerrando etapas de su vida: la última vez
que ve jugar a su futbolista favorito, cuando cierra el kiosco donde compraba
el periódico los domingos, el final de esa serie que no estaba tan mal o el
último whisky que te tomas después de que el médico te lo prohíba. Cada una de
esas cosas son pequeñas muertes, algo más que no volverás a hacer.
La muerte de Philip Seymour Hoffman, el pasado domingo, me
dejó muy triste. Tranquiliza saber que ya tengo otro plazo pagado, otro motivo
menos por el que temer la muerte, saber que si mañana no despertara, hay una
cosa hermosa menos que dejo atrás. Pero también se hace duro asumir que,
durante los años que me queden, no volveré a maravillarme con una nueva interpretación suya.
Precioso
ResponderEliminarMuchas gracias. :-)
EliminarMe ha encantado la entrada, sobre todo el penúltimo párrafo. Yo lo he pensado muchas veces en relación con la ropa. Cuando me compro, por ejemplo, un jersey, pienso en todas las cosas que me van a pasar llevando ese jersey puesto. Y cuando años después lo tiro porque está viejo (cosa que rara vez hago, la verdad) me acuerdo de cosas importantes en mi vida que me ocurrieron mientras lo llevaba y me da pena que ya no vaya a volver a pasarme nada llevando esa prenda X encima. No por amor a la prenda, sino porque es, como dices, una pequeña muerte. En el fondo la vida no es más que una sucesión de esas pequeñas muertes.
ResponderEliminarExactamente a eso me refiero ;-) Muchas gracias por tu comentario.
EliminarDesde que soy niña mi abuela repite sin cesar, lo abuela que es y lo vieja que está para este o aquel trote. Cuando yo nací no tenía ni 50 años.
ResponderEliminarEn cierto modo envidiaba su aceptación (dudo que yo llegue a resignarme felizmente).
Un día, estando ella muy malita, me reconoció que en sus pensamientos bien adentro se dirigía a si misma como "la chica". La chica, que no madre, la chica, que no abuela, incluso la chica soltera....ahí donde su personalidad y toda ella se había convertido en la persona que es. A ver donde llegamos, que nos repetimos, y si de verdad nos cansamos de tanto trote.
Me ha gustado mucho tu comentario, blanca. Un abrazo.
EliminarDescubrí ayer tu blog y me dieron las tantas leyendo entradas. Aunque generalmente me identifico con lo que escribes, y no sólo eso, sino que además eres capaz de expresarlo mejor de lo que yo podría hacerlo, aquí sin embargo no me ocurre. Al contrario, suelo pensar que la muerte está sobrevalorada, es algo natural, que ocurre cada día millones de veces en las miles de especies que hay sobre la tierra, y el que nosotros tengamos algo más de cerebro que otras especies tampoco debería hacerla tan diferente. Quizás, la principal diferencia es que podemos ser conscientes de que llegará. Pero, en ese sentido, cuando tenga que llegar, llegará, entre tanto no pienso preocuparme lo más mínimo por ella. Como problema, no tiene solución, no por pensar en ello se va a logar resolver. Y para qué perder el tiempo meditando en un problema que ya sabemos que es irresoluble. En fin, que como tú dices, no he dicho más que perogrulladas, y ya supongo que si piensas en ella no es porque pienses solucionar el problema, sino más bien porque no puedes evitarlo, así que tampoco servirá de mucho lo que digo, pero dicho queda anyway.
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