jueves, 8 de octubre de 2015

Las economías mourinhistas.


Apenas hemos entrado en octubre y en todos los espacios deportivos se habla ya de la inminente hostia que se va a pegar el Chelsea en esta tercera temporada del segundo advenimiento de Jose Mourinho. Finalmente se hace evidente algo que, por otro lado, se podía deducir fácilmente sin necesidad de ser un genio o un experto futbolístico: que los métodos del preparador portugués, a la larga, son muy poco productivos.

Esto no impide, sin embargo, que para muchos su imagen siga identificándose con el éxito más absoluto, lo que nos revela una terrible verdad esencial del tiempo en que vivimos: el triunfador como aquella persona que consigue sus logros a costa de exprimir el trabajo ajeno por encima de lo recomendable y de hipotecar el futuro; aquel que, en definitiva, no construye, sino que explota.

No parece descabellado afirmar que el buen o mal trabajo de un gestor se ha de evaluar no solo por las cotas alcanzadas durante el tiempo en que este esté al mando, sino también por las posibilidades de éxito que de él hereden sus sucesores y por el crecimiento que potencie en el personal que esté a su cargo. El bagaje de Jose Mourinho en este sentido es desolador. Allí donde ha pasado ha dejado poco más que tierra quemada. E, insisto, a pesar de ello hay quien le sigue identificando como el mejor entrenador del mundo, lo que quizás no resulte tan extraño si atendemos a la ideología hegemónica actual.

Vivimos en un mundo que privilegia los objetivos a corto plazo sin importar sus consecuencias o lo insignificantes que puedan parecer en comparación con otras opciones de rentabilidad más tardía. A ninguno nos resulta ajena la figura de un responsable que se sirve de resultados inmediatos como trampolín hacia mejores posiciones. Puesto que los criterios con los que se le evalúan no son otros que el aquí y ahora, no es de extrañar que todas sus decisiones privilegien el hoy por encima de cualquier otra consideración. Él recogerá los frutos de las cosechas exhaustivas dejándole a sus sucesores el marrón de lidiar con las consecuencias.

Lo triste es que este modus operandi no es exclusivo de la empresa privada, donde no pasa un mes sin que se descubra algún pufo de consecuencias catastróficas para la economía mundial por parte de alguna gran compañía, sino que también se ha extendido a la esfera pública. Miles de madrileños siguen convencidos de que Gallardón es el mejor alcalde que han tenido nunca, a pesar de haber endeudado a la ciudad muy por encima de sus posibilidades y de haberla arruinado para varias generaciones. "Mira qué infraestructuras", siguen defendiendo muchos, lo que viene a ser poco más o menos que decir: "Mi padre es el mejor porque me ha comprado una mansión. Ahora solo tengo que preocuparme de pagarla con el 90% de mi sueldo de aquí a que me muera sin que me quede liquidez para nada más".

No han pasado ni diez años del desinfle de la burbuja inmobiliaria y las voces que abogaban por una reestructuración del sistema productivo hacia modelos de crecimiento más sostenibles, seguros y rentables a largo plazo han vuelto a quedar sepultadas bajo medios generalistas que celebran la subida del suelo como signo de recuperación económica, el regreso al pan para hoy y hambre para mañana al que nos aboca el ladrillo. Se aplaude también la creación de empleos para los que habría que inventar un adjetivo que fuera más allá de precario, por lo gastado que ha quedado este adjetivo empleado en puestos que, paradójicamente, hoy parecen inasequibles por lo mucho que se ha deteriorado la oferta.

Allá por donde pasa, Jose Mourinho deja a los jugadores las facturas de su fiesta, a los clubes la tarea de reconstruir unas estructuras desbastadas, a su sucesor el cometido de sanear un ambiente viciado. Al despedirse exhibe una lección dialéctica que los líderes de nuestra economía ya tienen bien aprendida: la primera persona del singular, el "yo", aparece cuando gano; la primera del plural, solo cuando pierdo, momento en el que, sí, perdemos todos.