martes, 24 de marzo de 2015

Florentino Pérez, patrón de los españoles.


Tú no lo sabes, pero Florentino Pérez es tu jefe. Esto es así no solo porque Florentino, como empresario español más influyente de los últimos años, sea el jefe de todos nosotros, sino también porque todos los demás jefes españoles (no aquellos a los que reportamos, sino los que en verdad están al mando) son, en mayor o menor medida, Florentino.

Asumido que tu auténtico jefe es quien es, te quedan dos opciones: ser Butragueño y proclamar sin ningún tipo de pudor su condición de “ser superior”; o ser Camacho y hacer el trabajo para el que se te ha contratado, aunque suponga poner en evidencia su falibilidad.

Si se opta por la primera de las opciones, realizando unas declaraciones en las que resulta difícil determinar dónde termina la ingenuidad y dónde empieza la sumisión, lo normal sería haber quedado socialmente inhabilitado para desempeñar cualquier cargo de responsabilidad en ninguna empresa seria (menos aún para ser su portavoz, especialmente cuando el Señor no te ha llamado por el camino de la oratoria). Sin embargo, fue el segundo el que tuvo que emigrar a China para seguir trabajando.

Cabría esperar que un mandatario al que la sociedad tiene en tan alta estima valorase más el criterio profesional de la persona sobre la que ha delegado responsabilidades esenciales en su empresa (aun cuando sea un criterio distinto al suyo), que la adulación servil de aquellos a los que solo les interesa seguir en nómina. Cabría esperarlo de un mandatario cuerdo, pero Florentino Pérez está loco.

Si esa afirmación la hago yo, se puede decir que estoy meando fuera del tiesto, pero si quien la hace es Albert Einstein, igual hay que darle algo de crédito. “Locura es hacer lo mismo una vez tras otra y esperar resultados diferentes”, dijo el científico, en una frase que describe tan bien al votante español como al presidente madridista.

Florentino Pérez ya dimitió una vez del Madrid después de despreciar al entrenador que le hizo campeón y de haber fichado a numerosas estrellas que solo podían jugar en el último cuarto del campo (no sin antes achacar su renuncia a la actitud de sus jugadores, a los que había consentido demasiado, famoso como es él por su infinita generosidad). Sin embargo, el recuerdo de aquel fracaso no ha impedido que repita la misma táctica en su segunda etapa al frente del equipo.

Con el innato desdén que en España sienten los señoritos hacia quien está a pie de obra (“no me van a decir a mí lo que tengo que hacer un señor de Salamanca y un campesino parmesano por muchas Copas de Europa que sumen entre los dos”), Florentino me recuerda a un rey absolutista al que el contacto con los cortesanos y sus propios delirios de grandeza le han hecho perder el contacto con la realidad. Así, el distinguido monarca no sale de su asombro ante el vulgar menú que Carlo Ancelotti le presenta a diario: arroz con conejo. Todos los días y sin excepción, en lugar de su ansiado arroz con bogavante.

Él quiere deslumbrar, quiere jugar al toque y no a la contra, y para ello no repara en gastos. Todas las mañanas, sin excepción, se calza las botas, coge su escopeta, sale al campo y caza un par de bogavantes peludos y de largas orejas recién salidos de sus madrigueras. Y aún con esos ingredientes, el cocinero parece incapaz de ofrecerle nada que no sea un vulgar arroz con conejo.

Bale, disfrazado de bogavante, seduce a Florentino. 

Cuando, por algún milagro bioquímico, llega el día en que Ancelotti consigue hacer un arroz con conejo con la textura, apariencia y sabor del arroz con bogavante, Florentino se atribuye el mérito, sin dejar de hacerse cruces por las muchas veces en las que la torpeza del cocinero malogró el plato.

Esta actitud me recuerda a las primeras palabras que el nuevo jefe de un amigo dedicó a la plantilla en su presentación: “a partir de hoy todo lo malo que pase será vuestra responsabilidad y todo lo bueno, mérito mío” (aunque tal cinismo al hablar recuerda más a un Mourinho, imprescindible secuaz en el que el señorito delega el trabajo sucio para conservar su aire señorial).

Efectivamente, tomar decisiones de más de nueve cifras ha de provocar un vértigo tremendo, y la mejor actitud a la hora de afrontarlas es la del antiguo jefe de mi amigo: si sale bien, yo gano; si sale mal, pagáis todos. Esa es la máxima por la que se guía Florentino, que puede hacer todas las piruetas que le vengan en gana con la tranquilidad de disponer de una red que sujetamos entre todos. Así sucedió con la indemnización de 1.350 millones dadapor el Gobierno a ACS por el fracaso del proyecto Castor (y que convierten en una broma los 22 millones de euros de más que el ayuntamiento de Madrid pagó alclub por unos terrenos).

Pérez hace sus negocios, pone y dispone con la tranquilidad que da jugar con las cartas marcadas y saber que la Historia la escriben los vencedores. Pero ese poder absoluto no impide que Florentino sufra lo indecible cada vez que recibe una crítica.

Muchos medios son del Madrid, pero no todos”, se lamentaba amargamente y sin ruborizarse lo más mínimo en una rueda de prensa hace un par de semanas, presentando tal obviedad como quien expone una injusticia racionalmente inconcebible. “¿Cómo puede haber medios que no sean del Madrid, SI SOY VUESTRO JEFE?”, parecía pensar.

El presidente blanco no tiene bastante con que la mayoría de medios generalistas se cuiden muchísimo de mencionar irregularidad o inmoralidad alguna en los negocios de la constructora ACS, sino que cualquier voz disconforme con su gestión del Madrid o que señale su instrumentalización en beneficio de sus propios intereses es señalada como un ataque desestabilizadora manos de locos disidentes.

Florentino no entiende por qué el Banco Santander puedecomprar la potada de los siete diarios nacionales de mayor tirada, y él no puede hacer lo mismo. Si acaso con ACS, pero no con el Madrid, porque los españoles, combativos como somos, no permitiríamos que ningún diario nos diga a qué equipo debemos apoyar.

Y esa es la tragedia de Florentino, que es nuestro jefe, pero no se le puede notar. Salvo en algún lapsus.

jueves, 12 de marzo de 2015

Las vidas inventadas.


Un verano al volver de las vacaciones, en esos primeros días de clase en los que el recreo se convierte en una competición por ver quién se ha divertido más, decidiste inventarte que habías perdido la virginidad. Tenías dieciséis años y muchos de tus amigos ya habían pasado por ese rito iniciático que en tu caso parecía no llegar nunca y que empezaba a pesarte como una losa.

Tu breve temporada en los alevines del Atlético de Madrid, tu tío el astronauta, la vez en que compartiste vagón con Alejandro Sanz en el metro o esa chica de tu pueblo con la que te besabas los veranos... No era la primera vez que te inventabas alguna historia, no.
Pero racionalizaste tu arrebato creativo decidiendo que, más que una mentira, era un adelanto de la verdad. Al fin y al cabo, era algo que tarde o temprano tendría que suceder y a nadie hacías daño anticipando su relato.

Soltaste la primicia a tu mejor amigo como sin darle importancia, mientras apretujabas el papel de plata que había envuelto tu bocadillo de tortilla, con la indiferencia impostada de quien ya está suficientemente experimentado en el sexo como para relativizar su importancia.

Los detalles, vagos de inicio, fueron en aumento de manera tan natural como calculada: ¿Quién? Alba te pareció un nombre suficientemente sencillo como para no olvidarlo en las sucesivas ocasiones en que relatarías la historia, y no tan común como para estar carente de encanto. ¿Cuándo? A principios de agosto. Alba había venido de vacaciones a tu pueblo invitada por una conocida tuya que también veraneaba allí. ¿Dónde? En un campo cerca del río al que os escapasteis en la noche de las fiestas. ¿Cómo? La prudencia invitaría a no abundar en detalles en este sentido, que era donde más traspiés podías tener, pero poco o nada sabías tú por aquel entonces de ‘excusatio non petita, accusatio manifesta’ y terminaste por lanzarte al barro relatando como Alba te pidió que acabases en su boca instantes antes de ser pillados por la chica con la que solías besarte en los veranos anteriores, lo que derivó en una discusión de celos tan cómica como erótica.

Pensabas que los detalles eran los que dan veracidad y cuerpo a una mentira, cuando en realidad son todo lo contrario: los pasos en falso que terminan por desenmascararte. A pesar de ello, la historia te acompañó durante varios años y, si cometiste algún desliz, lo disimulaste con suficiente agilidad como para que nadie lo notase (eso, o quien sospechase tuvo el reparo de no bucear en tus lagunas).

El tiempo pasa, cambiamos de grupos de amigos y se buscan nuevos mitos y leyendas individuales sobre los que construir la identidad colectiva. Así, tu verdadera primera vez pasó a ser tu primera vez, una historia sin Alba, ni río, ni discusiones con semen en la boca; con su propio encanto y que, en realidad, recuerdas peor que la inventada.

Volviste a pensar en ello hace unos días, cuando el caso de la actriz Anna Allen, con su falso paso por los Oscars y su carrera ficticia. Llegaste a varias conclusiones:

1. Gracias a Dios que en tu juventud no existían redes sociales: la tentación megalómana de compartir tu invención a gran escala puede ser tan grande como complicado el que pase la prueba del algodón de la exposición pública.

2. Limita tu invención a las disciplinas para las que tengas talento: si eres bueno relatando, pero no con las imágenes, relata; si eres hábil con el photoshop, pero no con las palabras, edita. Si no eres especialmente hábil con nada, contrata a un gabinete de comunicación.

3. Simpatía absoluta por mentirosos y fabuladores, no confías en aquellos que siempre dicen la verdad y tu mayor ídolo en la Tierra es aquel que inventó y extendió el rumor de Ricky Martin, el armario, la niña y la mermelada en la era preinternet.

4. Miente, pero nunca te creas tus propias mentiras. Es el punto de no retorno.

5. Aquellos incapaces de imaginar una vida mejor, no merecen una vida mejor de la que tienen.