jueves, 12 de marzo de 2015

Las vidas inventadas.


Un verano al volver de las vacaciones, en esos primeros días de clase en los que el recreo se convierte en una competición por ver quién se ha divertido más, decidiste inventarte que habías perdido la virginidad. Tenías dieciséis años y muchos de tus amigos ya habían pasado por ese rito iniciático que en tu caso parecía no llegar nunca y que empezaba a pesarte como una losa.

Tu breve temporada en los alevines del Atlético de Madrid, tu tío el astronauta, la vez en que compartiste vagón con Alejandro Sanz en el metro o esa chica de tu pueblo con la que te besabas los veranos... No era la primera vez que te inventabas alguna historia, no.
Pero racionalizaste tu arrebato creativo decidiendo que, más que una mentira, era un adelanto de la verdad. Al fin y al cabo, era algo que tarde o temprano tendría que suceder y a nadie hacías daño anticipando su relato.

Soltaste la primicia a tu mejor amigo como sin darle importancia, mientras apretujabas el papel de plata que había envuelto tu bocadillo de tortilla, con la indiferencia impostada de quien ya está suficientemente experimentado en el sexo como para relativizar su importancia.

Los detalles, vagos de inicio, fueron en aumento de manera tan natural como calculada: ¿Quién? Alba te pareció un nombre suficientemente sencillo como para no olvidarlo en las sucesivas ocasiones en que relatarías la historia, y no tan común como para estar carente de encanto. ¿Cuándo? A principios de agosto. Alba había venido de vacaciones a tu pueblo invitada por una conocida tuya que también veraneaba allí. ¿Dónde? En un campo cerca del río al que os escapasteis en la noche de las fiestas. ¿Cómo? La prudencia invitaría a no abundar en detalles en este sentido, que era donde más traspiés podías tener, pero poco o nada sabías tú por aquel entonces de ‘excusatio non petita, accusatio manifesta’ y terminaste por lanzarte al barro relatando como Alba te pidió que acabases en su boca instantes antes de ser pillados por la chica con la que solías besarte en los veranos anteriores, lo que derivó en una discusión de celos tan cómica como erótica.

Pensabas que los detalles eran los que dan veracidad y cuerpo a una mentira, cuando en realidad son todo lo contrario: los pasos en falso que terminan por desenmascararte. A pesar de ello, la historia te acompañó durante varios años y, si cometiste algún desliz, lo disimulaste con suficiente agilidad como para que nadie lo notase (eso, o quien sospechase tuvo el reparo de no bucear en tus lagunas).

El tiempo pasa, cambiamos de grupos de amigos y se buscan nuevos mitos y leyendas individuales sobre los que construir la identidad colectiva. Así, tu verdadera primera vez pasó a ser tu primera vez, una historia sin Alba, ni río, ni discusiones con semen en la boca; con su propio encanto y que, en realidad, recuerdas peor que la inventada.

Volviste a pensar en ello hace unos días, cuando el caso de la actriz Anna Allen, con su falso paso por los Oscars y su carrera ficticia. Llegaste a varias conclusiones:

1. Gracias a Dios que en tu juventud no existían redes sociales: la tentación megalómana de compartir tu invención a gran escala puede ser tan grande como complicado el que pase la prueba del algodón de la exposición pública.

2. Limita tu invención a las disciplinas para las que tengas talento: si eres bueno relatando, pero no con las imágenes, relata; si eres hábil con el photoshop, pero no con las palabras, edita. Si no eres especialmente hábil con nada, contrata a un gabinete de comunicación.

3. Simpatía absoluta por mentirosos y fabuladores, no confías en aquellos que siempre dicen la verdad y tu mayor ídolo en la Tierra es aquel que inventó y extendió el rumor de Ricky Martin, el armario, la niña y la mermelada en la era preinternet.

4. Miente, pero nunca te creas tus propias mentiras. Es el punto de no retorno.

5. Aquellos incapaces de imaginar una vida mejor, no merecen una vida mejor de la que tienen.

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