Deja, deja, que ya Boy George.
Llevo varios días sin publicar nada porque por fin encontré
trabajo y, aunque se trata de un simple puesto como vendedor en una boutique de
relojería en la planta de lujo de El Corte Inglés de Castellana, he tenido que
pasar unos cuantos procesos de selección hasta ser elegido y, tras ello, he
pasado por un número de cursos formativos que difícilmente puede ser inferior a
los que pase un astronauta. Imagino que esto se debe a que, por un lado, como
todos sabemos, los ricos, solo por el hecho de ser ricos, son mejores que el
resto, y toda preparación es poca a la hora de dirigirse a ellos; y por otro, porque,
como si de un futbolista de élite me tratase, no les basta con que trabaje para
ellos, sino que quieren que sienta los colores y con ese fin me dan una y mil
charlas con uno y mil vídeos en los que me repiten sin cesar el ADN de la
empresa. Charlas y vídeos que pueden ser fácilmente resumidos en “SOMOS LA
HOSTIA”.
En fin, que en las últimas semanas no he tenido mucho tiempo
libre para escribir, y espero empezar a redimirme ahora contándoos mi
reinserción en el mundo laboral.
Como os decía, el proceso de selección fue largo, no solo en
cuanto al número de entrevistas, sino también en cuanto a la duración de las
mismas. La primera de ellas, hecha personalmente por la que hoy es mi jefa,
duró dos horas y media. Empezó pidiéndome que le hablara de mí, y cuando me
arranqué diciendo “pues bueno, estudié Comunicación Audiovisual…” me cortó de
inmediato.
- No, no. No vayas tan deprisa. Háblame de tu infancia. ¿Qué
recuerdos tienes de tu padre?
Tardé un rato en comprender que no bromeaba y comencé
entonces a desgranar mis pequeños traumas infantiles derivados de ser el hijo
de un taxista que trabajaba dieciséis horas al día para que pudiera ir a un
colegio privado en el que hasta los empleados domésticos de mis compañeros
podían permitirse más lujos que yo (esto es una exageración, pero ya me
entendéis). Y lo cierto es que, aunque tenía mis dudas de que estas historias
de orgullo de clase fueran las más adecuadas para conseguir un puesto en un
sector tan clasista y servil como en el que ahora trabajo, parece que de alguna
manera conectaron con mi entrevistadora. Tampoco voy a negaros que la
vinculación emocional por medio del relato sea algo que se me da relativamente
bien, y la historia del self-made man,
sin ser del todo falsa (sí, empecé a
trabajar a los dieciséis años, lo seguí haciendo a lo largo de gran parte de la
carrera y mantuve mi casa durante un tiempo en que mi padre estuvo impedido;
pero no, tampoco soy Larry Flint), parecía un atajo tan tramposo como fácil de
tomar.
Mi nueva jefa tiene esa extraña cualidad que tanto envidio
de mostrarse siempre genuinamente interesada por aquello que le estés contando,
sin importar lo deslavazado de tu discurso o lo alejado que pueda estar de sus
intereses reales. Usada como arma motivacional, parece bastante efectiva,
aunque no puede evitar sospechar cuando alguien se muestra fascinado porque
hayas desayunado cereales con fibra y te da la enhorabuena por ello. En
cualquier caso, no puedo disimular la fascinación (ni la confusión) que la
empatía, sea real, sea impostada, despierta en mi aspergeriana persona.
Hasta tal punto consiguió mi entrevistadora que me sintiese
cómodo en nuestro encuentro, que, cuando me preguntó acerca de mi tesis
doctoral (trata sobre la influencia de los escritores hard-boiled en el cine de los hermanos Coen, de los que ella resultó
ser una auténtica fanática), estuve muy tentado de meterle el morro. Considerando
que ella es una mujer de 38 años considerablemente atractiva y pizpireta (cómo
me gusta este adjetivo), y que casi siempre que saco a relucir el tema de la tesis
con alguna chica es con el objetivo de llevarla a la cama, no parecía un paso
descabellado. Me abstuve aun así.
En cualquier caso, ella quedó bastante encantada conmigo y
me dio el visto bueno para pasar a la siguiente pantalla del videojuego “Encuentra
Trabajo en España”, a pesar de que incumplí la Regla de Oro fundamental de toda
entrevista laboral, y que, sin embargo, ningún libro incluye: no menciones a Hitler; no hagas
chiste con él.
(Sucedió que cuando me preguntó acerca de mis tres virtudes
y mis tres defectos (pensar que una entrevista de trabajo no pasará por ahí es
como creer que una ruptura podrá prescindir del “no eres tú, soy yo”) incluí
entre las primeras mi facilidad para llevar a la gente a mi terreno, expresada
como “poder de convicción”. Ella me planteó si eso no podía ser entendido como “capacidad
de manipulación”, a lo que respondí sonriente que “si te llamas Adolfo y la
usas para gasear a seis millones de judíos, supongo que sí”, mientras su gesto
se congelaba.)
Mi siguiente entrevista fue con la jefa de Recursos Humanos,
y, aunque también fue bien, ni mucho menos fue tan cordial como con mi jefa.
Odio a la gente de recursos humanos. Salvo alguna excepción,
es un departamento formado por tarugos que entraron en Psicología tras sacar un
cinco pelado en selectividad, que hicieron un máster tras pasar sin pena ni
gloria por la universidad, y que ahora se inventan un montón de pruebas
absurdas para vengarse de aquellos que, con dos carreras, varios idiomas y tres
masters más que ellos, buscamos trabajo como cajero en la Fnac o camarero en el
Starbucks (no digo que sea el caso de esta mujer, que, la verdad, sí que parece
muy bien preparada y no me hizo dibujar nada ni me planteó escenarios en los
que estoy en una isla desierta y tengo que elegir entre matar a un niño o
salvar a la humanidad).
La entrevista transcurrió razonablemente bien, a pesar de
que en un momento dado criticó mi camisa, lo que me dolió especialmente
viniendo de alguien que trabaja en una oficina donde parece que la única manera
posible de combinar un pantalón beige es con una americana azul marino que de
ningún modo ha de tener unos botones que no sean dorados.Destaco también el momento en que me preguntó si estaría dispuesto a afeitarme la barba para trabajar con ellos. Le respondí que sí, pero que los clientes tendrían la impresión de que sus relojes se los vende un niño de dieciocho años. Entonces me explicó que en realidad no sería necesario. Solo quería saber si estaría dispuesto a ello. Al oír su respuesta, un escalofrío neocapitalista recorrió mi espalda.
Tras hablar con ella, me presentó al director comercial del
grupo con el que tuve una charla bastante intrascendente. Me vino a decir que a
él le venía dando igual a quien contratasen, y que solo le presentaban a los
candidatos con más posibilidades por si tenía que desempatar entre la elección
de mi jefa y la de Recursos Humanos. Luego hablamos de whisky (él, al igual que
yo en una época en la que trabajaba con falda escocesa y un gaitero, fue
vendedor de whisky; no os riais, todos tenemos un pasado).
Días después, cuando pensaba que la única posibilidad de que
tuviese que ser entrevistado por alguien más era si desenterraban al padre
fundador de la empresa o le contactaban por ouija, me llamaron para decirme que
tenía que ir a Herrera Oria para que El Corte Inglés me diera el visto bueno. Para
aquellos que, tras una larga temporada en el paro, os habéis visto forzados a
buscar un trabajo basura, recordaréis con pavor el paseo hasta avenida de la
Ilustración y la mañana perdida rellenando formularios. El sistema de gestión
de El Corte Inglés convierte a la burocracia soviética en un ejemplo de
efectividad y modernidad.
Astérix buscando trabajo en El Corte Inglés.
Un par de días antes de incorporarme al trabajo oficialmente,
tuve que pasar el reconocimiento médico de la empresa. Lo que en principio
parecía un regalo para un hipocondríaco empedernido como yo, acabó siendo una
mañana perdida en la que, tras tenerme en ayunas hasta la una del mediodía, los
médicos apenas jugaron conmigo. Básicamente, quitando los análisis, el
reconocimiento consistió en medirme, pesarme, tocarme un poco el cuello y un
poco la barriga. Hecho esto, la doctora me preguntó “¿tú estás bien?”, a lo
que, como quería el trabajo, respondí afirmativamente.
La única buena noticia del reconocimiento fue que por fin
acabaron con el mito de que el análisis de orina ha de ser del primer pis de la mañana, con lo que
puedes hacerlo en la clínica misma. Siempre supe que lo de hacernos para pasear
con un tarro lleno de orina solo era una práctica sádica más de las muchas a
los que no someten los médicos (les odio casi tanto como a los de recursos
humanos).
Y por fin (nunca pensé que diría esto), pude empezar a trabajar. Entre mis compañeros están un chico italiano que ha entrado a
la vez que yo, una chica que, como se ha ido de vacaciones, no he conocido
demasiado, y dos chicos más. Uno de ellos, un marica que hasta mi llegada era
el más joven de la empresa y que al saber mi edad me soltó:
- Siempre hay alguien más joven y hambriento bajando la
escalera detrás de ti.
- Eso es de Showgirls,
¿no?
- ¡Oh! Tú y yo nos vamos a llevar estupendamente…
Y efectivamente, me cae bastante bien. Salvo raras
excepciones, con un marica nunca te aburres.
Al otro chico ha sido al que han encargado mi formación en
la boutique. Aunque en un principio no
tenemos muchas cosas en común, también me llevo muy bien con él. Es muy, muy
buena gente, y podemos hablar bastante de fútbol sin que ninguno de los dos
tengamos demasiada idea del tema, lo que básicamente es la base de toda amistad
heterosexual masculina sana.
Odiar a os de recursos humanos, vale. Odiar a los médicos está muy feo :( :( :(
ResponderEliminarJajaja. Todos los hipocondríacos odiamos un poco a los médicos. Entiéndelo.
EliminarCojonudo. Lo que cuentas y cómo lo cuentas. La experiencia, no sé, prefiero otras.
ResponderEliminarMuchas gracias, Edu. Significa mucho viniendo de ti. Aunque yo también me quedo con otras de mis experiencias ;)
EliminarFAN. Los que hemos ido a Herrera Oria sabemos qué se cuece ahí. Fdo: Sofitia
ResponderEliminarGracias, Sofi. Un beso.
EliminarSi vendieras algo asequible te lo compraba por lo bien que me has caído.
ResponderEliminarEnhorabuena por tu nuevo curro y gracias por pese a todo seguir escribiendo, feliz verano!
ResponderEliminarMuchas gracias, anónimos. Me alegra que os gustase la entrada.
ResponderEliminar¿Si voy a El Corte Inglés de La Castellana de verdad podré encontrarte?
ResponderEliminarSi tu visita coincide con mi turno, así es. ;-)
EliminarNo creo que sea capaz de ir a verte allí ( firmo como "Anónimo", eso dice bastante poco a favor de mi valentía). Tampoco sé muy bien qué te diría, la verdad. La escena podría ser tan divertida como ridícula.
ResponderEliminarOjalá nos encontremos en el Chamizo, (no por lo idílico del sitio, sino porque creo haberte visto por allí alguna vez) y sea capaz de enviarte algún tipo de señal que denote mi interés por ti. Y para entonces, espero no haber traspasado la delgada línea de "el yayo de más" y confesarte que yo te he escrito esto, porque vaya bochorno.
De momento me aprovecho de la permisividad de internet.
Siempre tuya (no, esto es broma) :)
Anónima