martes, 18 de junio de 2013

Albergues, robos e intercambios de pareja (breve aventura gallega).

 
1
El domingo pasado, poco más de una semana después de haber tocado allí con los Rusos, Laura y yo volvíamos por carretera a Santiago. Eran las ocho de la tarde, escuchábamos uno de los discos secretos de Smog (así es como nos referimos a los discos cuya existencia acabamos de descubrir, sin importar el escaso secretismo de los mismos) y Laura, a la vez que conducía, comía un sándwich de pavo, aguacate, queso de cabra y tomate que le había sobrado del almuerzo que habíamos preparado por la mañana para no tener que parar en el camino. También le sobró un melocotón a propósito del cual yo ya vaticinaba que regresaría a Madrid sin cumplir su misión vital de proporcionar fibra y vitaminas al organismo de mi amiga, puesto que tampoco lo quiso para merendar.
Nos quedaba una hora y media de camino, y empezaba a atardecer. El sol, aun ligeramente escorado hacia el lado izquierdo, nos daba de frente y hacía brillar los árboles que acompañan a la AG-53 y su abundante polen, al que una suave brisa empujaba en sentido opuesto al de nuestro coche de alquiler. Ambos acordamos que no se nos ocurría un adjetivo menos cursi para describir el paisaje que “mágico”, de manera que intentamos terrenalizar la situación por miedo a que la puesta de sol, el polen y la inmensidad verde de los bosques gallegos no significasen otra cosa que nos habíamos matado en el camino y ahora nos adentrábamos en el Reino de los Cielos mientras en los altavoces de nuestro vehículo retumbaba la grave voz de Bill Callahan, que en breve se nos revelaría como el único y verdadero Dios.

Concluimos entonces que simplemente acabábamos de descubrir el Valle Encantado, aquel sobre cuya búsqueda se hicieron hasta trece películas.

2
Cuando desperté, Piecito no estaba allí.
Quien sí estaba era nuestro compañero de cuarto en el hostel Roots&Boots, un estadounidense de unos cuarenta años que parecía desconocer que una habitación compartida con otras seis personas no es el lugar más adecuado para masajear los pies de tu señora a la vez que te comes una fresquilla y mientras ella habla a voces por teléfono con su familia de Kentucky.

Si ésa fue la primera impresión que tuvimos de él, no fue mejorada por la segunda, cuando unas horas después, ya acostados, abrí los ojos y me lo encontré de pie, mirando en silencio a Laura mientras ella dormía, mucho más cerca de nuestra litera de lo que cualquier convención social puede aconsejar.
Me incorporé todo lo rápido que la resaca de la noche anterior me permitió y le miré desafiante. Hemos de considerar que a la torpeza etílica de mis movimientos (junto con la intrínseca que ya llevo de serie) hay que sumarle que el cuarto estaba casi totalmente a oscuras y que yo intentaba meter el menor ruido posible para no despertar a nuestros demás compañeros. Dudo, por tanto, que fuera el efecto amenazante de mi gesto el que provocara la rápida retirada de mi contrincante. Se la atribuyo, más bien, a los restos alcohólicos de mi aliento, los cuales me sirvieron de arma disuasoria del mismo modo que un calamar se sirve de su tinta.

3
El hostel Roots&Boots es el mismo en que nos hospedamos la semana anterior cuando vinimos a tocar con los Rusos. Como cualquier otro albergue situado en el Camino de Santiago, todos los inquilinos cumplen con una estricta etiqueta consistente en camisetas extragrandes con  numerosos rotos para los chicos y top ajustados para las chicas, combinados siempre, sin excepción y sin importar el género, con pantalones cargo cortos. El dominio absoluto de los colores tierra (nunca vi tantas variedades de caqui, ocre o verde militar reunidas en un mismo espacio) es roto en ambas ocasiones por una única persona, tratándose las dos veces de un americano de origen asiático. En cuanto al calzado, las zapatillas de trekking son innegociables para el exterior, mientras que dentro del hostel hay quien se decanta por llevar chanclas y quien elige llevar los pies al aire. Cualquiera de las dos opciones ofrece la oportunidad de ver mucho pie sucio que no está pasando por su mejor momento estético, y, ni Laura ni yo, sin ir vestidos para una boda, ella con un vestido corto, yo con unos pantalones pitillo y una camisa, encajamos muy bien con la estricta etiqueta del lugar.
En recepción nos recibe la misma mujer que el jueves pasado, una hippie cuarentona que, aunque no pare de sonreír, no puede estar más lejos de albergar cualquier tipo de bondad dentro de sí o de mostrar la más mínima empatía por sus congéneres. Quiero decir, solo hace diez días que estuvimos aquí, llegando con varios instrumentos musicales y sin encajar en absoluto con el huésped tipo. Vio también como al día siguiente nos despertábamos a las ocho de la mañana y empezábamos a hacer llamadas en las que las palabras “robo”, “seguro” y “denuncia” eran las más repetidas. Creo que son suficientes elementos como para acordarse de nosotros y darse cuenta de que si, semana y media después, volvemos a estar aquí, no es porque estemos compitiendo por el premio a Peregrino del Año.

La hippie no me cae nada bien y yo a ella tampoco. Esto lo supongo porque, a pesar de haber remarcado insistentemente que mi café debía ser descafeinado, estoy bastante seguro de que el que me sirve lleva cafeína. Cuando se lo explico y le pido que me lo cambie, ella se muestra reacia, asegurándome que cometer errores no es típico de ella. Le explico que, aun a riesgo de romper su inmaculada estadística de infalibilidad, y puesto que una de las posibles consecuencias de este error particular, por improbable que sea, es mi muerte por infarto, casi que prefiero que me cambie el café.
“Tienes razón. Lo último que quiero es que pase algo así, ¿verdad?”, me responde con su falsa sonrisa.

Pienso entonces que esta mujer podría haber sido muy feliz como directiva de alguna compañía petrolera si su mala conciencia no la hubiera arrastrado a hacer del mundo un lugar mejor gracias a un ambicioso plan de sostenibilidad cuyos pilares son la venta de desayunos de pan de molde y mermelada DÍA a dos euros y que los huéspedes de su albergue se hagan sus propias camas.

4
El jueves de la semana anterior, después de tocar en el Pub Ultramarinos, los Rusos fuimos a tomar algo a La Reixa aconsejados por unas chicas que vinieron a vernos y que se ofrecieron a acompañarnos en nuestro paseo nocturno por Santiago. Para aquellos que no conozcáis La Reixa, imagináoslo como una especie de Wurli donde la gente habla con acento gallego y nadie puede mirarte a los ojos y decirte de manera creíble que no lleva droga encima. Para aquellos que tampoco conozcáis el Wurli, imaginaos un bar con música garajera, decoración garajera y un alcohol de calidad dudosa, desventajas que se desvanecen cuando compruebas que las chicas que frecuentan el bar no necesitan disimular que el único motivo válido por el que entablar conversación con un desconocido es un potencial encuentro sexual.
“¿Quieres charlar un rato a ver si nos caemos suficientemente bien como para echar un polvo sin que sea un desastre?”, me dice una chica al poco de llegar mientras todos mis compañeros beben licor café, que yo evito por miedo a un ataque de ansiedad (o a un ictus en mitad del acto en el caso de que efectivamente no nos cayésemos mal del todo). “Sí. Sí que quiero.”

Laura, por su parte, inicia un prometedor juego de miradas con un treintañero “considerablemente atractivo”, según sus palabras, pero sobre el que cada vez tiene más reservas, lo que no es sino una manera elegante de decir que el treintañero le empieza a dar bastante miedo. Esto se debe a que, por un lado, llevamos en La Reixa ya casi una hora y el tío en cuestión no ha hablado con nadie. No es solo que parezca evidente que ha venido solo, sino que, literalmente, no interactúa con nadie durante los casi sesenta minutos en los que su única actividad es mirar fijamente a Laura mientras, acodado en la barra, da pequeños sorbos a su copa. Cuando por fin se mueve para salir a fumar, y Laura y yo nos juntamos para comentar todo esto, veo como el pánico se dibuja en la cara de mi amiga al descubrir a su pretendiente mirándola de nuevo, esta vez desde fuera del local, con la cara pegada a la ventana.
"¿Me das tu whassap?"
 
Antes de que todo esto suceda, una chica que fácilmente podría pesar cien kilos interrumpe mi charla con la chica que quería saber cómo de simpático le caía, y a la vez que no para de hablar, se muestra extremadamente hostil con ella. A pesar de que en varias ocasiones se disculpa y nos pregunta si nos está interrumpiendo, no deja lugar a respuesta, y si en algún momento dejo de tener contacto visual con ella, me golpea fuertemente en el hombro y me dice “Te estoy hablando a ti, guapito. Creo que vérseme, se me ve”.
Tras decirme que ella en realidad es muy tímida y retraída, y que normalmente nunca se atrevería a hablar así con desconocidos, pero que acaba de tomar M  por primera vez en su vida y está deshinibidísima (sé muy poco sobre drogas, y menos sobre ortografía drogota; ¿se supone que M se escribe así?), alaba mis gafas y mi camisa. Le agradezco el cumplido, aunque relativizo mi mérito, ya que, le hago saber, más allá de la idea de combinar ambas cosas, nada tuve que ver en el diseño de ninguna de las dos.
“Es una pena que seas claramente gay”, me responde. “Sí. Es una pena”. Y ella sabe que no soy gay tan bien como yo sé que no es la primera vez que ella toma M. Y me temo que estas mentiras compartidas serán toda la intimidad que esta chica y yo lleguemos a tener.
Laura va a salir a fumar para coincidir con “el treintañero considerablemente atractivo” y decidirse en un sentido u otro. Descubre entonces que le han robado el abrigo, lo que es una putada. Javi Monserrat también descubre que le han robado una bolsa de tela en la que, además de ropa, llevaba la libreta donde apunta los arreglos que toca en sus distintos grupos, lo que es una putada aún mayor. Laura cae entonces en la cuenta de que llevaba las llaves del coche en el abrigo, con lo que, sí, nos han robado las llaves del coche. La putada se magnifica. 

5
Mientras Iván, Pablo y Javi daban una vuelta por los alrededores de La Reixa con la esperanza de encontrar las llaves tiradas en alguna esquina (apelábamos a un hipotético código moral del ladrón), Laura y yo fuimos a hacer guardia en el coche. Lo cierto es que las posibilidades resultantes de la suma de que el ladrón, primero, probase las llaves en los distintos vehículos aparcados de Santiago, segundo, llegase a encontrar el nuestro, y, tercero, se decidiese a dar el salto que separa un hurto menor del grand theft auto, resultaban bastante escasas. Pero aun así, entre la paranoia alcohólica y que en las llaves aparecía la marca del coche, lo de la guardia nos pareció buena idea.
No tardamos en comprobar que las vigilancias nocturnas son tan tediosas como las series policiacas americanas dicen, con el añadido de que el objetivo final de nuestra espera era el opuesto al habitual. Esto es, en lugar de esperar a que algo pasase, nosotros esperábamos que no sucediese absolutamente nada.
Hacía bastante frío (eran los últimas días antes de comprobar que eso de que no íbamos a tener verano solo era una mentira más) y Laura, que últimamente no estaba teniendo demasiada suerte con los coches en general, estaba sentada en el bordillo, con mi abrigo entre las manos, helada de frío pero sin ponérselo, en estado de shock calculando por cuánto le podía salir la broma de la llave nueva. Mientras la observaba, yo solo podía pensar dos cosas: 1) “Por Dios, que no se ponga a llorar”; 2) “Ponte el abrigo de una vez o dámelo, que hace un frío de cojones y una cosa es ser un caballero y otra hacer el gilipollas”.
Llevábamos hora y media de guardia cuando al fondo de la calle apareció una pareja de mediana edad y se dirigió a nosotros.

- Esta chica se va a quedar helada ahí sentada. – dijo el hombre. – Sea lo que sea loque estáis haciendo aquí fuera, os abrimos el portal y lo hacéis dentro.

- ¿Sí? ¿Podemos? – fue la respuesta Laura, ya a punto de romper a llorar.

La pareja entendió entonces que si estábamos parados en frente de su casa en mitad de la madrugada, no era por algún tipo de discusión de pareja, o porque estuviésemos huyendo de dos familias que no aceptan nuestro amor prohibido, o por cualquier otra opción que pudieran haber barajado en primera instancia. Les explicamos entonces lo sucedido y el hombre insistió en llamar a la policía (cosa que nosotros ya habíamos hecho sin que nos ofrecieran solución alguna) para tratar el asunto personalmente. “De gallego a gallego; de tú a tú”, según sus propias palabras.
A medida que nuestro nuevo amigo se iba calentando más y más en su conversación con el policía-teleoperador encargado de la atención al cliente, pasando rápidamente de una leve interpelación al civismo (“así no hacemos país, eh; así no hacemos ciudad”) al farragoso cuerpo a cuerpo de “pero para apalear indignados bien que corréis”, yo veía como las posibilidades de que enviaran un coche patrulla iban en aumento, pero para detenerle, y no para poner un cepo al coche (objetivo inicial de la llamada), como los que ponen a los multados reincidentes, y que nos permitiese volver al ahora anhelado hostel Roots&Boots.
“Esta gente son unos mierdas”, concluyó después de colgar sin que hubiesen podido llegar a un acuerdo y tras amenazar con publicar lo sucedido en la prensa (amenaza que, por otro lado, cualquier policía del mundo debe recibir, al menos, tres veces por semana y ante la que yo sentía un rubor infinito cada vez que la repetía; porque, admitámoslo, “Dos veinteañeros pasan la noche en vela custodiando su coche. La policía local, indiferente a su drama” no parece el titular más potente del mundo).

– Mira, nosotros venimos de una fiesta y no tenemos ganas de acostarnos todavía. Subimos a casa, que desde ahí se ve el coche, y lo vigilamos tomando un vinito.
 

6
El nombre de nuestro benefactor, aquel por el que insistía en ser llamado, es Lokis (remarcó espacialmente lo de la “k” cuando me dio su número de teléfono) y el de nuestra benefactora Virginia (es descacharrante comprobar como ella también llama Lokis a su marido). Él parece algo más mayor que ella (tendrá cincuenta y tantos) y su aspecto de profesor chiflado se ve potenciado no solo por su imparable verborrea y su pelo blanco ligeramente alborotado, sino también porque es evidente que lleva unas cuantas copas encima. Ella debe tener cincuenta (año arriba, año abajo) pero se conserva mucho mejor y aparenta menos. Es muy guapa y más callada que su marido, que en seguida se interesa por nuestra condición de músicos, aunque pronto se muestra contrariado por el hecho de que hagamos música de melenudos (lo dice parodiando la expresión, no como si fuese Paco Martínez Soria). Nos cuenta entonces que él es flamencólogo y que viaja mucho a África. Sigo sin ver la conexión que le obligaba a presentar ambos hechos de la mano, como si lo uno sin lo otro no tuviera el menor sentido.
Desde el primer momento los dos se mostraron muy atentos con nosotros. Virginia nos prepara sendos chocolates calientes a pesar de nuestras reticencias (no parecía ser la bebida idónea para coronar una noche a base de cervezas y gin-tonics) que, efectivamente, nos sientan de maravilla (mi duda ahora es si solo sientan bien cuando te han robado las llaves del coche). También trae unos taquitos de queso de los que todos picamos. Ellos se sirven dos vasos de vino y se sientan con nosotros.
Lokis no para de insistir a Laura en que ha de buscarse un amante en Santiago y luego nos pregunta si somos pareja. Lo hace en ese orden, sí.

Nos dicen entonces que si tenemos que volver a Santiago a recoger el coche, les llamemos y quedemos para cenar, que nos van a llevar a un sitio secreto. Empiezo a tener la certeza de que se refieren a un club swinger cuando escuchamos en la calle las voces de Pablo, Iván y Javi y bajamos despidiéndonos de nuestros amigos.

A lo largo de la semana siguiente hablamos en varias ocasiones con Lokis y señora acerca de los avances con nuestro coche y el camino que la llave nueva está recorriendo desde la fábrica en Barcelona (en verdad es Laura la que habla con ellos; a mí se me da muy mal hablar por teléfono y siempre dejo al interlocutor con la sensación de que estoy enfadado con él). Aunque planificamos un posible encuentro, la decisión de ir el domingo la tomamos en el último minuto y, cuando, a mitad de trayecto, les llamamos para ver si pueden quedar esa noche a cenar, Lokis nos cuenta apenado que están fuera de Santiago por uno días, lo que por un lado es un alivio para timidez, pero también me da bastante pena. Me apetecía mucho ver a Lokis y a Virginia.
Laura y yo bromeamos entonces con la posibilidad de encontrárnoslos más tarde y descubrir que en realidad no querían quedar con nosotros.

7
Al día siguiente, después de haber recuperado nuestro coche, de habernos resarcido del festín gastronómico que el robo de la semana anterior nos aguó y de haber bebido mucho más de lo esperado, volvemos a estar en la A- 6, con una resaca considerable y, en esta ocasión,  regresando a Madrid.
Cuando nos quedan menos de cincuenta kilómetros para llegar me acuerdo del melocotón que trajimos y consigo convencer a Laura (quizás porque está muy cansada, quizás porque estoy empezando a alcanzar el deseado punto en el que no sabe decirme “no” a nada) de que pare en un área de servicio y nos lo comamos. Me parece una buena idea que él también cumpla el objetivo con el que salió de casa.

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