jueves, 2 de mayo de 2013

Justificando canciones.


 
Cuando leo entrevistas hechas a otros músicos, hay pocas cosas que me enerven más que aquellas veces en las que el entrevistador se decide a preguntar, a modo de halago hacia un músico con fama de ser buen letrista, si cree que las letras de sus canciones pueden ser consideradas poesías. La condescendencia implícita en la pregunta, el azucarillo ofrecido como Premio al Letrista Aplicado, la palmadita en el hombro que se le da al juvenil indicándole que podría estar listo para jugar con los mayores, los puntos bonus que, por lo visto, permiten avanzar pantalla en el juego de la literatura, el, en definitiva, “tío, con lo bien que escribes podrías hasta escribir de verdad, no solo cancioncillas”, me provocan un ardor de estómago infinito.
Y como digo, hay pocas cosas que despierten con mayor virulencia mi reflujo gástrico. De entrada se me ocurren, por un lado, la terrible comida del bar Mónica, cumbre de la cocina grasosa que cualquiera que haya ensayado en El Observatorio conocerá; por otro, aquellos momentos en los que el músico entrevistado se toma la pregunta como un halago, se caga en su oficio y concluye que sí, que qué demonios, que con lo bien que escribe, las letras de sus canciones bien podrían ser consideradas poesías.
De entrada, la pregunta en sí, además de ofensiva, me parece un disparate. Para mí, sería como decirle a Borges, “oye, los cuentitos esos que escribes están tan bien que hasta podríamos llamarlos novelas, ¿no?”; o abordar a David Simon con un “David, majo, The Wire te ha quedado tan apañada que en vez de referirme a ella como “una serie de televisión”, que es una cosa así para tarugos sin cultura, lo llamaré CINE.Y cuando lo haga lo escribiré en mayúsculas. ¿Te parece?”. Y sí, soy consciente de que precisamente los dos ejemplos que he puesto no son nada insólitos, que existen por ahí unos cuantos iluminados que consideran a Borges un escritor de segunda por no ser un novelista (Paul Auster a la cabeza de estos) y otros muchos que se engañan pensando que David Simon tiene una semierección cada vez que ellos ascienden de categoría a sus series (Carlos Boyero liderando a estos otros).
Sobre el conflicto entre alta y baja cultura poco voy a decir. Primero, porque con lo poco que he leído al respecto, no tengo nada nuevo que aportar, y dudo que siquiera pudiese llegar a aportar algo usado; y segundo, porque cualquier persona que se haya leído un par de libros sobre el tema, ya está más capacitado para hablar de ello que yo. Solo diré que la discriminación entre estamentos de primera y estamentos de segunda dentro de una misma disciplina es algo muy presente en nuestra cultura y que se produce no solo en las artes. Igual que hay quien da mayor valor a un novelista del montón que a un excelente escritor de relatos, hay quien cree que cualquier medianía de nueva cocina tiene más mérito que un buen plato de comida tradicional; de la misma manera que habrá quien piense que un violinista clásico mediocre merece más prestigio que el mejor percusionista salsero, habrá quien prefiera un delantero centro segundón a un buen defensa central. Dicho esto, sí que cabría esperar que en una cultura como la nuestra (y en este caso me refiero a la cultura pop, no a la cultura occidental, así en general, en trazo grueso, como había hecho antes), con gente harta de leer cómics, de ver blockbusters, que consume series de televisión de manera compulsiva y que ha cimentado todo su sistema de valores en la música pop, la tontería de la alta cultura y la baja cultura, de las disciplinas de primera y disciplinas de segunda, se hubiera superado.
El caso es que, en cada uno de los ejemplos que he puesto arriba, al menos el conflicto se producía dentro de un mismo terreno, entre diferentes géneros, diferentes estilos, diferentes instrumentos o diferentes posiciones, pero teniendo una disciplina común, fuese ésta la literatura, la cocina, la música o el fútbol. Pero lo tremendo, y por eso me parece tan disparatado lo de preguntar a un buen letrista si cree que sus textos deberían ser considerados como poesía, es que estamos hablando de dos lenguajes distintos (por un lado, música, por otro, literatura) y que, por tanto, responden a reglas y modos de trabajo muy diferentes.
Creo que explicar esto no es muy necesario, pero aun así no me privaré de decir alguna obviedad. Para empezar, las letras de las canciones se escriben para ir en canciones, y, por tanto, por lo general, van acompañadas de algún tipo de música con la que interactúan. Esta música puede ir en el mismo sentido que la letra, o en sentido opuesto; puede subrayarla, o contrastar con ella; puede incluso suplir las carencias de la letra, despertando las emociones que ésta no ha podido despertar, o puede simplemente despertar emociones complementarias. En el caso de la poesía, toda la musicalidad recae en las palabras, en el uso del lenguaje. En ese sentido, el poeta está solo. Ningún arreglo de cuerda va a salvarle el culo cuando su metáfora no emocione. Por otro lado, las letras de las canciones también tienen deberes, y no solo privilegios, con respecto a la música. Y es que la métrica ha de cuadrar, al menos mínimamente. El compás dura lo que dura, y los acentos han de ir donde han de ir. En este sentido, el poeta tiene mucha más libertad, especialmente con uso del verso libre.
Y bueno, evidentemente se podrá profundizar mucho más en la diferencia entre lo uno y lo otro, e imagino que alguien ya lo habrá hecho con más dedicación y tino que yo. Seguir sería un poco aburrido. Pero sí que haré una última valoración personal. Igual estoy diciendo una perogrullada, pero creo que la forma en que nos aproximamos a la lectura, sea del tipo que sea, poesía, novela o el Marca, es mucho más cerebral que la forma en que nos aproximamos a la música, donde las emociones se despiertan de una manera más primaria. Creo que son diferentes formas de percepción en las que seguramente intervengan partes del cerebro diferentes (aquí me estoy tirando a la piscina, pero oye, son las dos de la mañana, ya llevo cuatro earl greys encima y voy como loco).
Como decía al principio, aunque me enfade, puedo llegar a entender que la pregunta no tenga un sentido peyorativo, que realmente tenga voluntad de cumplido; fallido, pero sincero. Pero insisto en que lo que sí que no me entra en la cabeza es que haya escritores de canciones que se avengan a esa categorización según la cual nuestro oficio es algo menor. Parece que para ellos también es válida la idea según la cual, mientras que un poema, una novela o un relato sí que pueden justificarse por sí mismos, las canciones han de apoyarse en un arte mayor si quieren ser recibidas como representativas de la Alta Cultura.
De entre todas las justificaciones culturales que se han ido usando a lo largo de los años en la música pop, hay una que está especialmente extendida, que es bastante barata y que me produce mucha, mucha rabia. Se trata del cuento del DISCO CONCEPTUAL (leedlo como con reverb). Recuerdo que de adolescente, una de las cosas que me hizo coger tirria a Los Planetas era el rollo ese tan extendido de que Una semana en el motor de un autobús era un disco conceptual que trataba de principio a fin de una ruptura sentimental. Para empezar, porque discos que hablen en todas sus canciones de una ruptura amorosa, ¿cuántos puede haber en la historia del pop? ¿Cinco millones? Y para seguir, es que la idea no encajaba por ningún lado. Había varias canciones en el disco que no hablaban de eso. Como mínimo Cumpleaños total. ¿Que la canción podía hablar del tipo de fiesta destructiva que te puedes querer pegar después de romper con alguien? Pues sí. Pero a mí después de romper me dan ganas de comer tortilla de patata y de ver Sexo en Nueva York, y si hago una canción sobre cualquiera de estas dos cosas, difícilmente la enmarcaría como canción de ruptura.
Evidentemente, supongo que la justificación conceptual no partía del propio grupo, y años después recuperé el disco, que ya tenía varias canciones que me gustaban mucho, y lo disfruté enormemente, a pesar de la poca simpatía que tengo a la banda.
Y tiempo después, salió el libro de Nando Cruz según el cual el auténtico concepto detrás de Una semana en el motor de un autobús era la adicción a las drogas de Florent. No recuerdo exactamente si el periodista llega a hablar de disco conceptual como tal, o de simple motor creativo, cosa que parece más evidente que sí fue, al menos para las letras de J. En cualquier caso, a partir del libro sí que hubo mucha gente que empezó a hablar de nuevo de la conceptualidad del disco, como si ese fuese su principal valor añadido, el elemento diferenciador que le hacía alzarse sobre los demás trabajos de su época. Por lo visto, que tuviese, cuanto menos, ocho canciones magníficas no bastaba. Las canciones no se podían disfrutar por sí mismas, y si no creías en la conceptualidad como dogma de fe, te estabas perdiendo inagotables niveles de lectura. Pues vale.
He puesto el ejemplo del disco conceptual porque es una trampa en la que los propios músicos caemos muy a menudo. A día de hoy, tanto compañeros de generación, como otros músicos de sobra consolidados, vuelven a caer en la trampa de inventar un supuesto concepto unificador para justificar el valor de sus canciones. Y por lo general, dicho concepto, rara vez se sostiene. Y no es que yo esté libre de pecado precisamente. Alguna vez llegue a hablar de Sí a todo como un disco conceptual sobre el amor adolescente. Y, hablando desde la propia experiencia, qué queréis que os diga, si tienes que invertir demasiado esfuerzo en explicar el concepto que hay detrás de tu disco, es que quizás el concepto no te ha quedado demasiado redondo.
Y bueno, además de lo del disco conceptual hay muchas otras justificaciones típicas. Otro de los grandes clásicos es el del supuesto subtexto sociopolítico de las letras de las canciones. Creo que todos hemos leído interpretaciones peregrinas de las letras de algunas de nuestras canciones favoritas para amoldarlas convenientemente a algún discurso reivindicativo. Se conoce que si la canción que te gusta tiene voluntad de denuncia ganas más puntos que si es una canción de amor, o cualquier otro tema.
En fin, que a pesar de todas las posibles justificaciones que se quieran buscar, yo sigo defendiendo la canción por encima de todo. La canción es la verdad absoluta, la verdad desnuda, sin necesidad de coartadas culturales. La canción es a la vez el medio y el fin de nuestro oficio, y hemos de defenderla con orgullo.
 
Y para premiar a los que hayáis llegado hasta aquí, os dejo con un vídeo de una actuación magnífica de Bill Callahan, que es un escritor de canciones magnífico, sin necesidad de ningún tipo de coartada. Sin embargo, su novela Cartas a Emma Bowlcut no vale ni para espantar a los pájaros. Y es que ya digo que la canción tiene códigos de escritura muy diferentes a los de otras disciplinas. Pero aún así le quiero mucho. Al cantar tuerce la boca.

2 comentarios:

  1. Los bocadillos del bar Mónica, con su funda de plástico y su tamaño épico. Cómo olvidarlos.

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  2. interesante reflexión. las comparaciones muy precisas. el buen letrista no se convierte en poeta. son oficios diferentes -con algunas coincidencias-, pero yo, que intento jugar en ambos bandos, sé cuando tengo humor de canción o de poema. rara vez se confunden. y por supuesto, lo de la alta y baja cultura... un mojón peinao para el que lo siga pensando a estas alturas.

    eso sí, lo de la libertad métrica del verso libre es discutible...

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