miércoles, 15 de mayo de 2013

Mi breve idilio con el laboratorio de ideas de la derecha española.

¿Que quería que le llamases qué? Jajajaja. Ay, qué cosas tienen las peperas...
 
Eran las tres de la mañana de una noche del verano de 2007 y yo me encontraba con unos amigos por Malasaña cuando recibí un mensaje de S. En él me informaba de que había salido por el centro y que, aprovechando que su compañía se retiraba a casa ya, quería verme. Me daba precisas indicaciones para encontrarnos en veinte minutos en la esquina de Gran Vía y Fuencarral, y lo hacía sin emplear ningún signo de interrogación, ningún “si te apetece…” o cualquier otra fórmula que pudiera poner en duda su seguridad respecto al sentido de mi respuesta.
Sin revelar mi plan de huida, encaminé a mis amigos hacia la cola del Nasti, el lugar idóneo donde hacer una bomba de humo, sino elegante, al menos efectiva. Y cinco minutos después y habiéndome podido ahorrar el chantaje de “¿ahora te vas? para una vez que nos vemos…”, yo ya bajaba por la calle Fuencarral.
Al llegar al punto de encuentro, y después de esperar apenas dos minutos, un nuevo SMS: “Te estoy viendo. Estoy enfrente. Baja por Tres Cruces y nos vemos en El Carmen”.

Obedecí de nuevo, aunque empezaba a estar algo inquieto por el toque de novela de espionaje que tomaba el asunto. Y también bastante excitado, para qué negarlo.

No, no tengo Google Maps.
 
Había conocido a S. dos o tres semanas antes en la terraza de verano de una discoteca pija de Majadahonda. Tengo un par de amigos que viven en casas con piscina por la zona, de manera que, en los años de universidad, visitarles durante el fin de semana se acabó convirtiendo en un clásico en los meses de julio y agosto.
Las salidas nocturnas por los locales de la zona con las que completábamos nuestras jornadas resultaban tremendamente exóticas para alguien de Alcorcón como yo. Los bronceados nucleares, las sonrisas blanquérrimas, las mechas rubias elevadas al infinito… Por supuesto que yo era consciente de la existencia de este mundo, e incluso alguna vez había tenido la oportunidad de verlo en persona en el tramo bueno de la línea 4. Pero en dosis mucho menores, nada que ver con este paraíso del hedonismo en el que único sinónimo de etiqueta era el vestido ibicenco y donde los efectos de la ley de la gravedad se paralizaban en favor de los flequillos masculinos.
Evidentemente yo, pelo largo, barba desaliñada, pantalones no rotos, porque el puerta no me habría dejado pasar, pero de lavado gastado, como si el grunge se hubiese inventado la semana anterior (no es que yo estuviese para criticar el look de nadie precisamente, la verdad), no tenía ninguna esperanza de ligar en el Reino del Zapato Náutico. No desperdiciaba, sin embargo, la oportunidad de hablar con todo aquel que pudiera, como si fuese un etnólogo, por simple curiosidad científica. Y fue así como conocí a S.
Coincidimos en la barra y empezamos a hablar. Le hice reír un par de veces y parecía preferir seguir conmigo antes que volver con su grupo, que se encontraba en la otra punta del local. De manera que no tardé en envalentonarme y la besé. Pero ella me apartó rápidamente y me dijo “Aquí no, que tengo novio y están mis amigas. Pero agrégame al Messenger.”

Imagino que muchos de vosotros recordaréis el Messenger con nostalgia, mientras que los más jóvenes quizás ni siquiera sepáis de lo que estoy hablando. Para estos: el Messenger durante nuestra postadolescencia vino a ser lo mismo que para vosotros son hoy el Facebook o, digo yo, el Tuenti: una herramienta que, debajo de un millón de fotos de gatitos y de bebés de mamás primerizas, tras innumerables comentarios más o menos ingeniosos y actualizaciones de estado demasiado íntimas de personas a las que apenas conoces, y a pesar del spam del Indepedance, se utiliza fundamentalmente para follar, y, especialmente, para ser infiel.

Empecé así a hablar con S. y ella no tardó en hacerme saber dos cosas:

1º Que me quería follar. “No eres mi tipo, no es que me resultes especialmente guapo y no sé por qué me gustas, pero me gustas”, me dijo. Vaya, no es la declaración soñada por ningún hombre, pero en toda negociación hay que saber llegar a un acuerdo de mínimos.

2º Que no sabía cuándo ni dónde podría ser y que habríamos de ser muy discretos al respecto porque ella tenía novio.
Aunque yo era algo más joven que ella (yo tenía 22, ella tendría 28 o 29, dudo que más), no es que esa fuera a ser mi primera experiencia en una relación a tres bandas, sino que ya había tenido la oportunidad de ocupar cada uno de los tres vértices del triángulo amoroso: había sido infiel, había sido infidelizado y se me había utilizado como infidelizante. Quiero decir con esto que lo de que S. tuviera novio en absoluto me escandalizaba o me hacía pensar peor de ella. Ya tenía claro que, en el amor, estas cosas pasan. Pero su caso era algo distinto, y de ahí el extra de discreción.

Resulta que S. formaba parte de las FAES, esa fundación sin ánimo de lucro de la derecha española. No era un alto cargo, pero sí tenía cierta relevancia. Y a su vez, su novio, o prometido, como ella le llamaba cuando habíamos terminado de follar, sí que tenía un puesto bastante importante, no en las FAES, sino en el propio Partido Popular. En Valencia.

Sí. Lo digo one more time: en el Partido Popular de Valencia.

Plas, plas, plas...
 

Cuando llegué a la plaza del Carmen, S. me estaba esperando al lado de la salida del párking. Me acerqué a ella y al abrir la boca para saludarla, antes de que pudiese decir nada, me besó metiéndome la lengua hasta la campanilla a la vez que me agarraba la entrepierna. Paró en seco: “Vamos a un hostal que hay por aquí cerca.” Y sin soltarme, pero agarrándome ya de la mano, me guio hasta el sitio.
Pasamos por la recepción sin pararnos, directos hacia el cuarto que ella ya había cogido con antelación, lo que me hacía pensar que, o estaba muy segura de que realmente no le iba a fallar, o no era su única opción de la noche.

Apenas habíamos empezado a enrollarnos, cuando S. me pidió que la insultara. Y ahí sí que me descolocó.

 
Como os decía, yo tenía 22 años, esa época en la que te encuentras en la plenitud de tus condiciones físicas (que en mi caso nunca es que hayan sido muy, muy plenas, pero más en forma que entonces no he estado en la vida, vaya) y con ellas te sobras y te bastas para disfrutar del sexo. Aún no había descubierto esos maravillosos condimentos que pueden ser los insultos, las máscaras de animales o pagar al portero para que mire y saque fotos. Ingenuo (y aburrido) de mí, pensaba que solo existían en las películas porno.

Tímidamente me atreví con un “zorra” que fue bastante bien recibido, seguido de un indudable éxito de crítica y público protagonizado por “puta” hasta llegar a mi más ambiciosa obra hasta la fecha “¿quieres que te folle, eh?”

"¡¡¡¡¡SÍ, SÍ. FÓLLAME, ROJO, CABRÓN!!!!!”, fue su respuesta.

Y como podéis imaginar, me quedé completamente descolocado.

Por un lado, por fin comprendí que parte de la atracción que S. podía sentir por mí se basaba en el tabú, en hacer algo que, no solo estaba prohibido, sino que a la vez lo hacía con alguien a quien despreciaba, cuanto menos, ideológicamente. El problema era que todo eso se sustentaba en unos supuestos un tanto erróneos. Yo soy una persona de izquierdas, incluso, muy de izquierdas (puedo follar debajo de un busto de Lenin sin que se me baje, por ejemplo), pero de ahí a que alguien se erotice al pensar en mí como una posible encarnación de la revolución de los soviets hay un trecho.

Pero al mismo tiempo, ¿quién era yo para corregir a esa chica que estaba dispuesta a descubrirme todo un nuevo mundo de filias sexuales?

¿Y dices que tú me notas seca?
 
 
S. y yo nos vimos unas pocas veces más durante el verano y el otoño de 2007, siempre en circunstancias similares, hasta que la cosa se apagó. Yo conocí a una chica con la que empecé a salir, y S. tampoco parecía tener especial interés en que la cosa siguiese.

Meses después, cuando lo dejé con la otra chica, estando soltero y salido, la llamé esperando un nuevo encuentro, pero ella me respondió que, literalmente, “ya estaba a otro rollo” y que en breve se casaba y se mudaba a Valencia.
S. nunca me dio muchos datos de su vida. Ni su edad, ni dónde vivía, ni, evidentemente, el nombre de su novio. Incluso bromeaba con que su nombre (del que, por cierto, “s” no era la inicial), el que me había dado, podía ser falso. Tampoco me habría dado nunca por investigar, o por cometer indiscreciones al respecto, pero sí que reconozco que sigo el caso Gürtell con especial interés con la esperanza de poder volver a verla de nuevo.

13 comentarios:

  1. Cada vez que te leo muero de ganas de una cerveza contigo

    Una feiguapa

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    1. Muchas gracias. La cerveza siempre sabe mejor al lado de una feiguapa ;-)

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  2. ME SUMO AL COMENTARIO ANTERIOR! Te voy a poner un club de fans, majo

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    1. Solo reconoceré como presidente de mi club de fans a Richi Bastante/Nova!!!!

      Me alegra que te esté gustando el blog. Muchas gracias.

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  3. Hola Manu:

    En cuanto al Messenger, hasta hace nada era feudo precisamente de los más jóvenes (menos de 13 años) así que supongo todo el mundo sigue todavía sabiendo lo que es.

    Desde hace tan solo un mes, Microsoft ha unificado MSN con Skype, así que ahora S. te tendría que haber dicho "agrégame a Skype" en todo caso.

    Saludos!

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    1. Veo que te has quedado con lo esencial de la entrada, Javi :P

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  4. ¿Alguna vez has rechazado a una chica? Quiero saberlo por si algún día tengo oportunidad de comprobarlo...

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    1. Pues a alguna, sí. Como todos imagino. Eso sí,nunca rechazo un trozo de tarta... (idea para un buen comienzo :P)

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    2. ya me estoy poniendo el delantal...tendré en cuenta que haces meriendas de tres platos, no te preocupes :)

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  5. ¡Coxonudo! La verdad es que me he sentido identificado con la situación.

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  6. Hola,
    me gustaría saber q blogs lee Manu Rodriguez.....

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    1. Tampoco leo muchos, la verdad. Sobre todo de amigos. El de Fran Nixon, sopapo.wordpress.com, http://diariosdemamarracha.wordpress.com. A veces leo el del Borja Prieto o el de Diana Aller. Y también blogs musicales.

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