miércoles, 4 de junio de 2014

Me gusta pa ti: una de teoría de amor y moda en torno a Agag y Bowie.


Decía Jerry Seinfeld en un monólogo que, con la ropa, llega un día en el que decidimos algo así como “ya está. Aquí me planto: a partir de ahora SIEMPRE vestiré de acuerdo a este estilo. Este es el rollo que voy a tener por el resto de mis días”. Y creo que es una gran verdad, puesto que se puede comprobar indistintamente en Alejandro Agag o en David Bowie (mi sistema de creencias se basa en que cualquier circunstancia que sea igual de válida para Agag que para Bowie se convierte automáticamente en una verdad universal) que llevan ya varios años anclados en la misma forma de vestir. La diferencia es que, mientras que el yerno de Aznar decidió plantarse en el estilo que llevaba en el convite de después de su primera comunión, el otro ha pasado prácticamente por todas las modas del planeta (cuando no las ha inventado) hasta que, el día después de que le diera el infarto, se miró al espejo y pensó: “Aquí me quedo, que no voy ni tan mal y ya está bien de hacer el mamarracho”. Y por eso su último disco se llama The Next Day.

"Vosotros reíos de la sudadera, pero les faltan dedos a los chinos para contar lo que he follado"

Expuesto el punto de partida, de entrada ya os digo que yo desconfío de cualquier persona que de joven no haya sido rapero, heavy, punk, bakala, mod, gótico, chulapo o cualquier otra tribu urbana, y no por tópicos como lo de que la-adolescencia-es-la-edad-de-la-rebeldía, sino, simplemente, porque no se me puede ocurrir existencia más gris que aquella que haya transcurrido inmersa en la mediocridad normcore en su totalidad.

Yo, después de un breve coqueteo infantil con el rock urbano, fui rapero durante toda mi adolescencia (pero muy rapero, eh, con pantalones gigantes, medias en la cabeza y hasta algún cordón de oro), para de ahí pasar al look alternativo de Mercado de Fuencarral y, de ahí, al filohippismo con pantalones de campana, pelo largo y unas gafas aún más Lennon que las que llevo ahora.  Desde ese punto evolucioné al rollo mod para poco después involucionar a un estilo difícil de etiquetar, pero que casi seguro que todos reconoceréis, cuyos pilares eran dos: por un lado, el archiconocido llevo-dos-años-de-relación-estable-y-cuido-mi-aspecto-entre-poco-y-nada; y, por otro, el no tener un puto duro y llevar cuatro años sin comprar ropa. Y así llegué hasta el momento actual, en el que, para mi sorpresa (pero sobre todo, para sorpresa de Elisa, la batería de Rusos), de vez en cuando hay hasta quien me alaba el gusto al vestir. Lo que para mí valida otra teoría: parecer elegante es sencillo cuando se tiene dinero, aun cuando es poco, como es mi caso.


¡¡Me creía nigga!!

El caso es que, desde mi punto de vista, estoy seguro de que el extraño placer que nos provoca el ridículo y la vergüenza ajena de nosotros mismos que sentimos al revisar las viejas fotos en las que aparecemos una pinta grotesca nos resulta mucho más reconfortante que el sucedáneo de seguridad o autoafirmación que pueda sentir cualquier persona que ve cómo su look permanece tan inalterable en las fotos en las que tenía quince años como en las que tenía treinta.  Y ya no me refiero solo a aquellos que van a pasar toda su existencia con el estilo click de Famobil que te regalan de serie al ingresar en Nuevas Generaciones, sino también al rapero que con cuarenta años lleva la misma pinta que cuando tenía dieciocho o a la hippie que viste igual desde los quince (por no hablar de los abertxales que llevan la misma coletilla ahora presentándose por BILDU que en sus primeros días de kale borroka. En definitiva, frente al inmovilismo, creo que reconforta ver que se ha vivido, que se han probado diferentes cosas, por ridículas que fueran algunas de ellas.

Bien, pues en esta línea de pensamiento me encontraba yo el otro día, cuando pensé que con las parejas sucede algo similar a lo arriba comentado respecto a los estilos de vestir. Todos tenemos al típico amigo dispuesto a emparejarse CON LO QUE SEA. Y cuando digo emparejarse, me refiero exactamente a eso, no a follar, sino a formar una pareja. Todos conocemos a la típica chica que, en cuanto se queda soltera, sabemos que el siguiente tío que le preste un poco de atención será su novio. Y todos hemos visto a la típica pareja que a pesar de llevarse a matar y hacerse terriblemente desdichados sigue junta contra viento y marea, sin saber muy bien por qué. Al igual que todas las mañanas Alejandro Agag se mira al espejo y, sin saber por qué, decide seguir con ese look de marinerito con el que su madre le vistió, aunque le haga infeliz, aunque en el fondo anhele probar a dejarse a rastas, todas esas personas miran a su pareja y piensan “mira, ya está bien. Aquí me quedo, que tampoco se está tan mal”.


Francis Scott y Zelda.

Frente a ellos, estamos los que nunca conseguimos asentarnos emocionalmente, los que siempre acabamos encontrando alguna pequeña pega con la que sabotear a la persona que nos quiere, o nos dejamos fascinar por todo aquel que se cruce en nuestro camino y corremos a seguirla, para enseguida desecharla como lo haríamos con cualquier moda pasajera.

Este es un tema que me obsesiona especialmente, me imagino que porque en mi interior conviven las dos tendencias: el deseo a plantarme y ser feliz y, la feliz amargura de seguir buscando lo que quizás nunca encuentre (también os digo, ningún encuentro puede superar nunca al placer de la búsqueda). A menudo he visto cómo parejas amigas resistían momentos realmente difíciles mientras que la mía se desmoronaba a la menor discusión o cómo otros eran capaces de construir algo sólido y hermoso con mimbres mucho más pobres que los que a mí me ofrecieron y deseché.

Ahora bien, podría deciros que no sé que es peor, si tener cincuenta años y haber vestido siempre con polito Lacoste, chinos y naúticos, o tener cincuenta años e intentar seguir torpemente la última moda, pero lo cierto es que prefiero lo segundo. Prefiero estar gordo y arrugado y llevar el pelo rosa y pendientes de colores (o la moda que se lleve por aquel entonces) y seguir buscando aquello que quiero. Por ridículo que me sienta al día siguiente.


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