martes, 1 de julio de 2014

Caníbal enamorado.


No me da pudor reconocer que soy un romanticón de libro, en el sentido más cursi y adolescente del término. No tanto en mis relaciones de pareja, donde mis diferentes novias siempre me han echado en cara mis problemas para “abrirme a la intimidad” (esto no es una metáfora del cunnilingus, sino de mi escasa capacidad para expresar mis sentimientos), como en mi fuero interno, donde en secreto canto canciones de Prefab Sprout a voz en grito, veo toda comedia romántica que se cruce en mi camino sin importar lo mala que sea y fantaseo con bodas sin parar, como si hubiera entrado en un bucle espacio-temporal en una capilla de Las Vegas (para alguien cuyos últimos años a nivel emocional se caracterizan por el miedo al compromiso es increíble lo mucho que me pueden llegar a gustar las bodas).


En definitiva, me pirran las historias de amor bigger than life, llenas de impedimentos, contra todo y contra todos, contra lógica y contra natura incluso (un buen incesto, rollo Lannister o la casa de Austria, es el no va más del romanticismo medieval), aquellas en las que el héroe o heroína combate sus limitaciones y las de su entorno y cruza mares y montañas en busca del ser amado.

¿Y a qué puede venir todo esto en una entrada en la que pretendo hablar de Luis Suárez?

Como todos sabéis, el delantero uruguayo ha recibido una importante sanción por parte de la FIFA por morder a Chiellini durante el partido que les enfrentaba contra Italia. Si bien Suárez ya era sobradamente conocido antes del incidente, su fama se limitaba más bien a los aficionados al fútbol, mientras que ahora su reconocimiento como icono popular del bocao en el hombro ha llegado hasta el punto de que incluso Laura de Rusos, que sería incapaz de distinguir a Cristiano Ronaldo de Messi en una rueda de reconocimiento, me pregunte por ese delantero-que-muerde-a-la-gente.

Como digo, todo el mundo conoce ya ese aspecto de la vida de Suárez. Sin embargo, no tantos conocen otra faceta mucho más hermosa del jugador y que, para mí, está directamente relacionada con la anterior.

De adolescente, Suárez era un delantero del montón en Uruguay, imagino que correcto y con suficientes cualidades como para llegar a ser profesional, pero sin que se le adivinase el potencial que ha llevado a que años después se hable de pagar hasta 90 millones de euros por él. Suárez tenía quince años cuando su novia, de trece, se mudó a Barcelona debido al trabajo de sus padres estableciendo, todo un océano de distancia entre la joven pareja.


El delantero entendió entonces que, siendo de un origen enormemente humilde como era, su única posibilidad de reencontrarse con su amada en el Viejo Continente (como es una entrada folletinesca me permito estas licencias) era brillar lo suficiente como para que algún club europeo lo fichara. Sin embargo, también cuentan que fue la pequeña Sofía quien convenció al delantero de sus posibilidades reales para dedicarse al fútbol, lo que me lleva a fantasear con ella como una Lady Macbeth charrúa acogiendo en su pecho al delantero cuando este, después de cada mordisco, le confiesa I have done the deed.

Pasaron cuatro años hasta que Suárez fichó por el Groningen, en Holanda. Por lo visto, al joven le daba igual por qué equipo fichar con tal de estar más cerca de su novia. Mediada la temporada, se acercó a Barcelona a convencer a sus suegros de que dejasen a la muchacha, aún de diecisiete años, irse a vivir con él. Estos accedieron y desde entonces el delantero se ha convertido en uno de los mejores jugadores del mundo, la pareja, ahora matrimonio, sigue unida y tienen una niña (o dos o vaya usted a saber, que tampoco me voy a poner a fisgar en la vida de la gente).

¿Y qué tiene que ver todo esto con los mordiscos?

Los delanteros viven de instinto y actos reflejos. Lo primero, lógicamente, son cualidades innatas, mientras que los segundos son acciones que se repiten sin cesar hasta que se incorporan al repertorio como si formasen parte de la esencia misma del futbolista (nada peor puede haber para un 9 puro que pensar en el área; en el área se actúa, no se piensa).

No sabría decir si los mordiscos de Suárez encuentran su raíz en su instinto animal o en un acto reflejo aprendido, pero lo cierto es que ya forman parte de su esencia personal (si es capaz de morder en un Mundial o en la Premier, en estadios llenos de cámaras, imaginad los bocados que debió repartir en las categorías inferiores de la liga uruguaya…). Pero lo importante es que Suárez no muerde ni para marcar gol, ni para salir de la pobreza, ni para ser el mejor jugador del mundo, sino que lo hace por amor, que es mucho más importante. Ese fuego que le lleva a hincar los dientes en el cuerpo del rival nunca podrá apagarse dentro de él, porque el día en que lo haga su amor se habrá apagado, y eso es algo que ni él ni nadie queremos.

El castigo impuesto a Suárez por la FIFA me parece un tanto desmedido. Cierto es que se trata de un comportamiento poco deportivo y que no tiene cabida en un terreno de juego, y, si bien se le puede reconocer cierto encanto naif a la primitiva infantilidad de su respuesta, también es cierto que, incluso como agresión, resulta bastante grosera y poco viril u honorable. En cualquier caso, creo que El Caníbal cumplirá con gusto la condena por un crimen cuyo origen no es otro que la necesidad de abrirse paso a bocados en la búsqueda del amor de su vida.

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